28/05/2020 - Lecturas de cuarentena

Historia de la carroza que puso nerviosas a las autoridades de una escuela de Paraná

Comenzaba a deshojarse el calendario de 1984 y la democracia florecía como un jazmín tras la helada. En un concurso de carrozas, con diverso grado de conciencia individual, un grupo de chicas y chicos hizo algo que molestó a las autoridades de su escuela: hablar de libertad, justicia y democracia. La carroza revolvió los recuerdos de cada uno de sus constructores y motivó la nota que sigue, que incluye aquella anécdota de una joven democracia en Paraná y un manojo de reflexiones sobre la memoria y el modo personal en que se atesoran los recuerdos.

Jorge Riani

Hace más de treinta años, un grupo de quinceañeros que compartían curso de una escuela secundaria de Paraná hizo una carroza para competir en un certamen. El premio de ese certamen era todo un sueño: el viaje a Bariloche para el curso completo.

Los chicos y las chicas vivían una triple primavera. La democracia recién se despertaba después de la pesadilla, tenían 15 años y se aproximaba el 21 de septiembre de 1984.

Hace unos meses, uno de aquellos chicos agitó los recuerdos entre quienes vivimos esa experiencia, me atreveré a autorreferenciar para hacer más fácil el relato. Todos los protagonistas disparamos nuestros recuerdos.

“Los recuerdos son cada día más dulce, el olvido sólo se llevó la mitad”. La frase más linda del mundo literario de Joan Manuel Serrat alude, si se quiere, a la relatividad de la memoria, a la aparente arbitrariedad en el orden de los recuerdos.

El recuerdo de una viejita

En “Rapsodia en agosto”, una viejita hibakusha, es decir una anciana japonesa que sobrevivió a los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, cuenta a sus nietos -con longeva conmoción, según recuerdo de la obra de Kurosawa, que hemos conocido hace treinta años- la implicancia de aquello que nos marcará para siempre.

Hay cosas que han pasado de forma tan determinante en nuestras vidas, que quizás merezcan atención en cualquiera de sus grados: poca, nula o incluso desmesurada atención. Lo interesante es que hay otras vivencias, a las que algo las destina a la galería del subconciente y quedan ahí, agazapadas, a la espera de poder manifestarse de la forma que sea.

Todos tenemos recuerdos del horror. Algunos incluso, no sólo recuerdan ese tiempo, sino que también lo extrañan, como un grupo de profesores de una escuela secundaria que se resistía a la idea del fin de la barbarie y la reivindicaban, incluso, ante sus alumnos.

Estos docentes no pedían olvido (como otros camaradas suyos), sino reivindicación de los represores. 

Muchos olvidaron y muchos optaron por olvidar. La memoria es de una relatividad asombrosa.

La explicación de nuestra representación se expresaba a través de un volante que se entregaba al paso del vehículo alegórico.

El olvido de mi suegra

Charlando de sobremesa, una vez le pregunté a una suegra (que tuve) si recordaba algún episodio de atropello de la época en que las fuerzas públicas argentinas se convirtieron en ejércitos de ocupación de su propio país. La pregunta fue más coloquial. Más directa. Menos barroca.

La señora me dijo que nunca vio nada. Jamás. Nada. Ni una sospecha. Nada de nada. 

No era negacionismo. Era amnesia porque un año después, sin que medie pregunta de mi parte, esa misma suegra me contó con detalles de quién ve todo desde una ventana, cómo fue la noche en que un patrullero llegó con una patota a buscar a un familiar suyo, de militancia gremial y filiación de izquierda. Al pariente lo secuestraron en plena dictadura.

Quien nada recordaba, me terminó contando cómo se llevaron a un familiar suyo (que además era vecino) para torturarlo y hacerle todo lo que los delincuentes de lesa humanidad hacían por entonces con sus presas.

Como el nieto que pregunta a la viejita japonesa sobre esos años, quise saber algo de aquella época argentina. Algo más, de primera mano.

Esa suegra ocupó el rol del padre de esos japoneses que, en el guión del cineasta oriental, se enfada un poco por el interés de su hijo en meterse en la caja negra de la memoria familiar.

Pero cuando al año me contó detalles del secuestro político de su pariente, esa suegra fue más bien la viejecita japonesa que narra el drama de manera minuciosa y decidida en el filme. Un drama que nadie podría olvidar así porque sí.

Toda esta introducción es para concluir que no es fácil elegir olvidar el horror. Algo siempre queda.

Las historias corren como un río, a veces subterráneo, a veces frondoso y a la vista de todos. Y como los grandes ríos, las historias también se abren en atajos, cursos menores, riachuelos.

Cuando en 2006 se cumplían 30 años del golpe cívico-militar de 1976, escribí para el suplemento de una revista en la que ya no trabajo (y en la que nunca volveré a trabajar) sobre las vivencias de un chico cualquiera en plena dictadura. ¿A qué le teme ese niño sin información pero con intuición para entender eso, cubierto por un pacto de silencio que atravesaba hasta el interior más profundo de muchas familias? De eso escribí. La nota agrupaba viviencias de miedos infantiles en dictadura.

Miedos cotidianos, precoces recaudos de los que en otra oportunidad hablaremos, refritando aquel artículo porque las notas periodísticas que quedaron en esa revistas, con mis firmas, son mías y no del dueño de la revista.

Lo de la carroza, es también una nota secundaria, colateral, ya no de la dictadura sino de los primeros meses de democracia que tan nerviosos ponían a los adherente de la tiranía, mientras el pueblo entero se llenaba los pulmones de las buenas cosas que lega la libertad.

Sobona 

En 1984, cuando la democracia empezaba a caminar, en Paraná se lanzó un concurso de carrozas, que ofrecía como premio el incentivo más soñado de los pibes y pibas de entonces: el viaje de estudios a Bariloche.

Volvemos ahora a esta historia de la carroza, traídos por la pregunta que desde Italia nos hizo un amigo emigrado.

 

A las consultas por detalles de aquella experiencia me la hizo Ricardo Ilardo hace unos meses. Ricardo es un paranaense cosmopolita con el que la ciudad se ha reencontrado recientemente porque los medios de comunicación, primero entrerrianos y luego porteños, lo entrevistaron cantidades de veces para que contara cómo el coronavirus ya afectaba a Europa a principio de año.

Antes de que la cuarentena se iniciara en Argentina, Ilardo nos narraba cosas que parecían de ciencia ficción porque todavía no las habíamos vivido.

Ricardo Ilardo tiene un canal de Youtube, donde cuenta vivencias y desovilla historias. Hace algunos meses llegó el turno de contar la historia de la carroza de los estudiantes de cuarto año A del Instituto Santa Teresita del Niño Jesús, en Paraná.

Me hizo una pregunta, que antes de recordar el papel maché, la purpurina para la pintura de nuestras alegorías humanas, me trajo a la memoria el malestar que generó en las autoridades de la escuela nuestra carroza. Es posible que muchos compañeros de entonces no tengan ni registro de esto que hoy recuerdo. Nunca lo hablamos; ni entonces, ni después, ni ahora.

Por entonces, ni siquiera sabíamos que estábamos desairando con símbolos de libertad a una escuela en la que se seguía cantando “Cara al sol”, el himno falangista de la dictadura asesina de poetas y no poetas.

Ricardo trabajó en la carroza como un estudiante más de un curso al que no iba, en una escuela a la que tampoco iba. Era un amigo que colaboraba y mucho.

Pusimos ideas, plata, trabajo y sueños sobre el lomo de ese proyecto colectivo. Perdimos. Nos angustiamos. Lloramos porque sentíamos que no nos habían entendido.

Visto a la distancia me doy cuenta de que la carroza era un delirio nerd, que nada tenía que ver con un clima festivo, juvenil, colorido, carnestolendo, diría una vieja crónica, que los organizadores pretendían, con razón, para el concurso.

Perdimos por izquierda y perdimos por derecha. Perdimos ante el jurado y perdimos ante las autoridades de la escuela.

No sé qué habrá pensado el jurado de nuestra carroza. Quizás lo mismo que pienso yo ahora: fue muy sobona, muy poco relajada, muy distanciada de la dinámica y el colorido de aquellos días de primavera.

Mientras a algunos le molestó la falta de flores, a otros los irritó la alusión a la libertad y la república. De hecho, el veredicto más duro surgió por derecha y fue lanzado por el rector y por un docente que agitaba con fuerza la campana ideológica de esa escuela.

Habrán pensado que nuestra carroza era asquerosamente republicana y repugnantemente humanista. Un asco para un grupúsculo que vivía regurgitando odio por los rincones, luego de que las urnas del 30 de diciembre de 1983 nos devolvieran la democracia.

“La televisión está infectada de judíos”, dijo el rector en una charla con estudiantes de cuarto año, en 1984. Dos años, antes, uno de los protagonistas de esta carroza fue atado a estacas en el piso, en un campamento, con el torso desnudo arriba de un hormiguero porque habló cuando bajaban la bandera. Era uno de esos momentos tan marciales de los campamentos escolares.

Es en ese marco en que nosotros hicimos la carroza. Pero hay que decir que pasaron casi 40 años y no sería justo facturarle a una institución lo que sus hombres hacen o hicieron. No sé nada de Santa Teresita hoy pero presumo que no debe ser lo mismo. La sociedad no es la misma.

Nuestro carromato temático era una plataforma rectangular tirada por un tractor sobre la cual había diversos elementos alegóricos. 

Como si fuera una mesita poblada de piezas, cada cosa estaba en su lugar. Había una pareja de alumnos con el uniforme de la escuela, un gran libro abierto para machacar en la idea del conocimiento, una antorcha gigante que iluminaba promocionando el saber y un pedestal que era la apuesta fuerte de la carroza.

El pedestal era como un pequeño Monumento a Urquiza, que tiene la figura central y está también poblada de alegorías. En nuestro monumentito aparecía como figura central la República, y como figuras secundarias dos alegorías: El Comercio y la Justicia.

El comercio estaba representado por nuestro compañero Sadi Werner pintado entero de dorado. Era un genuino Hermes o Mercurio, con su caduceo y su casco alado. Para nosotros estaba claro que la figura del comercio tenía lugar allí por la orientación pedagógica de la escuela.

La justicia era toda plateada y estaba representada por nuestra compañera de curso Miriam Alis. ¿Podría alguien estar en contra de la idea de justicia?

Arriba de la carroza, Sadi y Miriam fueron los pioneros de las estatuas vivientes.

El mensaje fuerte de la carroza estaba allá arriba, en la cumbre del pedestal. Gabriela Wolf representaba a la República, calzando un gorro frigio y sosteniendo el escudo nacional.

¿Cómo íbamos a representar a la República, sino con ese gorro de connotación jacobina, como lo han querido los asambleístas del ‘13 que eligieron el Escudo Argentino?

Eso, que para nosotros era de una nobleza indiscutida, al rector le pareció ofensivo. Estaba muy nervioso y se notaba que ya sentía una profunda nostalgia por los años de plomo.

No tenía ira, sino un tono de lamento y nostalgia. Los fascistas también sienten nostalgia.

El profesor Antonio Maidana, que nos intentaba convencer de que “Camps es un héroe”, en alusión al temible represor Ramón “Chicho” Camps, casi se descompuso cuando vio el gorro frigio en la carroza, como la Muerte se descompone cuando Oliverio le recita poesías en “El lado oscuro del corazón”.

Me acuerdo que intenté dar una explicación porque las alegorías se hallaban allí por sugerencia mía. Montadas sobre la carroza, las figuras estaban muy bien representadas, me atrevo a decir.

El Diario, de Paraná, publicó una foto de la singular carroza, con el slogan que molestó a uno de los docentes.

La antorcha era dorada. En la base del pedestal giraban siluetas de trabajadores, estudiantes, jubilados, niños. Tomadas de la mano, las figuras formaban un círculo que giraba. 

En su ronda, las figuras entraban y salían del interior del pedestal.

Debían haber girado con un motor, como lo hacía la antorcha. Pero no hubo tiempo para semejante pretensión mecánica. A las siluetas la hacíamos girar algunos de nosotros, escondidos en el interior del pedestal para hacer el mismo trabajo de un motor, sin que se notara la diferencia desde afuera.

Un profesor que nos enseñaba garabatos dificilísimos que había que escribir a la velocidad de un diálogo y luego decodificar en castellano se ofuscó también por la carroza. El profesor de garabatos se llamaba Alberto Abud y por fuera del horario escolar adoctrinaba a jóvenes en una especie de club fascista que se llamaba “La unidad” y funcionaba en dependencias castrenses.

Lo que le molestó a Abud fue el slogan de nuestro carromato sobón: “preparando ciudadanos de paz, para una nación con grandeza”. No le molestó que sea nerd, le molestó la palabra paz. A eso no lo estoy suponiendo, lo explicó claramente: “no me gusta eso de que preparamos para la paz”, dijo y maldijo al pacifismo.

Creo que el tono sobón, nerd de la carroza se debe a mis sugerencias, lo cual es una graciosa paradoja viniendo de quien encabezaba, sin dudas, la lista de los alumnos menos apegados a estudiar para los exámenes.

Cada uno de nosotros recuerda algo de esa experiencia. Algunos recordarán una cosa y otros, otras. Muchos, las mismas. Al fin y al cabo, la memoria es de una relatividad asombrosa, como hemos dicho ya,

Esa es la historia que tengo para contar de nuestra carroza que perdió por derecha y por izquierda, una noche de primavera, en plena Primavera.

Ricardo Ilardo aludió a la historia de la carroza, en su canal de Youtube