01/10/2020 - Pasión y tristeza de Pablo Lorentz

El naturista de los lapachos que murió de ira por la canallada de un notable

Fue un apasionado sabio que gastó sus días en la selva montielera, entre las cuchillas entrerrianas, donde estudió la vegetación en profundidad. Nació en Alemania y murió en Concepción del Uruguay, envuelto en un amargo disgusto después de haber entregado su pasión a la causa colectiva de los argentinos. En esta provincia le puso nombre al lapacho rosado y describió, además, costumbres campestres y animales con su lucida pluma.

Jorge Riani (*)

Cuando se internaba en el reino verde, Lorentz se entusiasma como lo hacía Don Gregorio, interpretado por el memorable de Fernando Fernán Gómez en “La lengua de las mariposas”: ese film que cuenta la historia de un docente apasionado, sensible, entrañable, que entrega a sus alumnos, sin medidas y sin tiempos, su entusiasmo por el conocimiento de la naturaleza. La historia revela el vínculo entre el viejo maestro y su pequeño alumno, Gorrión, durante la España de la guerra, la del terror embrutecedor y criminal del franquismo. La Galicia rural de 1936, donde Don Gregorio intenta que sus discípulos encuentren en las entrañas del campo pródigo en vidas silvestres el mensaje de la naturaleza hacia los sentidos, acaso como coyuntura ideal para respirar un deseo de libertad.

Pero la miseria humana arruina todo. Y Gorrión acude al momento más triste de la historia: cuando el viejo maestro es ingresado a un camión de presos políticos, insultado como si fuera un demonio por la multitud de un pueblo que le espeta cosas y apedrea motivada por el miedo colectivo. Hasta Gorrión le grita, obligado por su madre: “rojo, ateo, comunista, criminal”; en una dictadura en la que esos calificativos fueron criminalizantes.

El final de la película es para llorar de verdad. En la original versión escrita, de Manuel Rivas, el final es más benévolo: Gorrión sólo murmura palabras que el viejo maestro le enseñó: “sapo, tilonorrinco, iris”.
La historia de Paul Günther Lorentz, en la Entre Ríos profunda también está atravesada por la pasión. Y coronada por el insulto traicionero que le amargó sus últimas horas.

En Entre Ríos, Lorentz era don Pablo o el doctor Pablo, que alcanzó un lugar destacado en esta provincia a la que el sabio Homberg definió como “la meca de los grandes naturistas del siglo XIX”. “Sin embargo, hasta la llegada de Lorentz, nuestra flora no produce sino pasto y madera”, escribió Homberg.

Pablo Lorentz inventarió el monte entrerriano, sus cuchillas y la selva de Montiel, que lo motivaba a “desentrañar sus enigmas”.

Nació en Sajonia y murió en Concepción del Uruguay, como un entrerriano más. Se doctoró en Munich y llegó al país convocado por Sarmiento para que estudie la flora argentina.

El presidente Nicolás Avellaneda lo promocionó para que ocupe una cátedra de Botánica en el Colegio Nacional de Concepción del Uruguay. De modo que iluminó con su brillo el ya ganado prestigio de aquel colegio entrerriano, el primero de carácter laico y gratuito.

Lorentz comprendía que la falta de presupuesto oficial para las expediciones hacía todo más difícil, pero de igual manera se internó en la profundidad de los montes a estudiar el ropaje vegetal de Entre Ríos. Tanto era su gratitud hacia Avellaneda que bautizó al lapacho rosado con el apellido del presidente argentino: Tecoma Avellanedae. “Ilustrando a este espléndido árbol, el más hermoso de la República y uno de los más vistosos de todo el reino vegetal, con su nombre, la ciencia tributa un muy merecido aunque pequeño homenaje a este señor”, escribió Lorentz.

No fue el único homenaje que Lorentz hizo al bautizar una planta. Cuando llamó a la conocida vira-vira la llamó Daphnosis Leguizamonis, el regalo era para Onésimo Leguizamón, que siendo ministro apoyó la creación del Museo de Historia Natural y su designación al frente del mismo. Y fue precisamente el hermano menos reconocido de Onésimo, el que hundió a Lorentz en una profunda depresión y permitió humillar hasta su cadáver.

Quizás cueste aceptar a muchos entrerrianos que Honorio Leguizamón, hermano de los reconocidos Onésimo y Martiniano, tuvo una actitud que con la distancia del tiempo se parece mucho a una acción miserable. El médico y docente Honorio Leguizamón, respetado en esta provincia, se comportó miserablemente con Don Pablo.

La trama del odio

Como sus hermanos, Honorio tuvo el privilegio de estudiar en el Colegio del Uruguay. Gozó de los docentes traídos de países con tradición educativa estatal, alejados de los dogmas medievales y apegados a las ciencias.
Honorio fue el primer director del prestigioso colegio entrerriano que egresó de sus aulas. Dirigió la escuela entre 1880 y 1888, y en ese período emite una triste directiva: todos los docentes debían ser argentino. Él, que había disfrutado de los mejores profesores convocados a cimentar la educación en este país, emitía una norma obtusa y oscurecedora.

No sorprendería la actitud de Honorio si se considera el polémico antecedente de su programa para educación física de los colegios de todo el país, donde proponía la práctica “de ejercicios militares en conjunto y oír lecciones de moral” para lo cual había que reclutar niños en los días festivos, de abril a septiembre, en lo que extrañamente llama “Sthenójeno patriótico”.

A contramano de los postulados universalistas del normalismo, Honorio Leguizamón se quejaba que la primera escuela normal de Buenos Aires, inspirada en la de Paraná, se instalaba en el barrio de Once, a dos cuadras de la Plaza Miserere, alejado del centro y que, por lo tanto “impide tener un contingente de alumnos más selectos y numerosos”.

El encono de Honorio Leguizamón con Pablo Lorentz venía de los tiempos en que un grupo de alumnos del Colegio del Uruguay atacó a pedradas el automóvil del obispo José María Gelabert y Crespo.

Desde la Iglesia se acusaba a la juventud de Concepción del Uruguay de ser la “más degenerada del universo” por su apego a la educación científica, y un grupo de seis jóvenes cascoteó el auto del prelado. Algunos eran estudiantes del colegio estatal y eso provocó una presión inaudita para que sean condenados y expulsados los estudiantes.

Lorentz ni siquiera emitió el informe sumario que le exigía un ministro de la Nación, argumentando que el hecho, al producirse fuera de la escuela, no era de su dominio. Lorentz era por entonces vicerrector del Colegio del Uruguay, a cargo de la rectoría.

La situación fue aprovechada por Honorio Leguizamón, que quedó al frente de la rectoría. Y al emitir su política de “argentinizar la educación” despidió al sabio alemán.
Un trabajo publicado por la Municipalidad de Concepción del Uruguay, sobre las tumbas históricas del cementerio de aquella ciudad, revela: “el Dr. Honorio Leguizamón (primer rector ex-alumno argentino), dándole a la enseñanza espíritu de argentinidad, lo deja cesante. Fue tal el impacto que la medida provocó en Lorentz, que se dejó morir de hambre como protesta”.

Otros autores dicen que Lorentz murió por una enfermedad del hígado. Pero nadie pone en dudas que pasó sus últimas horas en onda amargura por la decisión de Honorio Leguizamón.

En octubre de 1881 murió Pablo Lorentz. “Debido a ciertos enojosos altercados que se habían suscitado en este establecimiento, el rector Honorio Leguizamón no permitió la entrada de su féretro al colegio. Pero el doctor Parodié, que había sido su alumno, lo hizo entrar y pronunció un discurso que debió interrumpir ante la llegada de la policía, cuya intervención había sido reclamada por Leguizamón”. La cita corresponde a la Historia de Concepción del Uruguay, de Oscar F. Urquiza Almandóz.

Gran escritor

En el libro “La vegetación del Nordeste de la Provincia de Entre Ríos”, Lorentz desgrana un enorme informe científico, pero no deja de lado la pinta de “un rincón de la provincia de Entre Ríos” en la que hace gala de su dote de buen escritor.

Abundan las descripciones y anotaciones científicas en latín, pero realiza, además, un compendio de saberes vulgares de estas tierras. Y lo hace al describir plantas con el nombre que los propios lugareños han bautizado con nombres como Barba de viejo, cabello de ángel, amor en bolsa, yuyo del resfrío, sangre de toro, paico hediondo, yerba del pollo, siempre viva, corona de Cristo, yerba meona o vergonzosa, lengua de vaca, café de Bompland o rama negra, lagaña de perro o disciplina de monja, mburucuyá o flor de la pasión o pasionaria, oreja de gato, borla de obispo o flor de seda.

Y cuenta también esa aventura al interior de la provincia, en carruajes tirado a caballos que le robarán en Concordia.
“Cuando vine a este pueblo a fines del mes de febrero de 1875, los bañados entre los muelles del puerto y el arroyo de la China eran un jardín florido, había una vegetación exuberante y hermosísima, y cada excursión a estos parajes me recompensó con un número de hallazgos halagüeños”, escribió.

Describe los grandes hormigueros, las vizcacheras, las frutas silvestres de dulzuras extremas y los cogollos carnosos que los campesinos entrerrianos comían en el puchero. Narra que debieron cazar pájaros para comer algo de carne en el monte de follajes cerrados.

Se asombra del tamaño de los halcones y algunas águilas, de las visitas inesperadas de ciervos y venados. Confunde por ahí zorrino con comadreja y se lamenta de no poder acondicionar el cuero para su colección por el terrible olor que exhaló al intentar trabajarlo.

“A veces las palmas se mezclan con los verdaderos montes ribereños, que al lado del arroyo constituyen una faja mucho más angosta que el palmar y que aquí se componen principalmente de árboles y arbustos subtropicales ya en sí muy bellos. Donde se entremezclan con ellos las majestuosas palmas, recibimos una impresión muy profunda de la hermosura de una vegetación subtropical, que es más halagüeña todavía, cuando, como aquí sucede, un arroyito claro como cristal corre entre los montes sobre peñascos chicos o forman lagunas chicas entre las pendientes que lo rodean”. Hermosa descripción.

“Pasamos en nuestro viaje en otro punto –escribió–, otra vez el Yuquerí grande y pusimos nuestro campamento sobre unas cuchillas, debajo de Palmas desparramadas. Fue uno de los puntos más elevados el que habíamos elegido para nuestro campamento, y teníamos una vista bastante extendida sobre este terreno ondulado, vestido de un verde espléndido. De la otra cuchilla nos saludaron las casas blancas de Concordia y más tarde sus luces caseras; otras lomas están cubiertas con palmares. El monte de los bajos y el de la orilla del majestuoso Uruguay contrasta por su verde oscuro con su verde claro de las praderas. Las olas del Río Uruguay están cubiertas de buques y del otro lado se divisan las lomas fértiles de la Banda Oriental”.

Eran años excitantes para el naturista en su aventura por Entre Ríos. “Atravesamos un distrito riquísimo, tan ventajoso para el pastoreo como ha de haber pocos iguales en el mundo, país bendito por Dios, pero maldito por los hombres que le devastan en las revoluciones”.

Luego vendrían sus días amargos. Pero Paul Günther Lorentz, don Pablo, el doctor Pablo, murió convencido de haber contribuido al “conocimiento más exacto sobre su naturaleza y sus recursos”. Su tumba, en Concepción del Uruguay, es monumento histórico nacional desde hace más de medio siglo.

(*) Fuente: Entre Ríos Secreta