07/10/2020 - Ricardo Leguizamón

“Hay un periodismo con demasiada prisa”

“Yo no tengo amigos entre los que entrevisto: me parece el peor vicio en el periodismo. El otro, no saber escuchar, no ser un observador atento”. Ricardo Leguizamón sabe, en efecto, cómo no ganar amigos con su trabajo. Y también sabe estar atento a lo que ocurre. Lo hace con la misma intensidad con la que desatiende las solemnidades sociales, los convencionalismos de convivencias y los saludos. Revista Contexto se acercó y le hizo algunas preguntas.

Jorge Riani

Nuestras hijas, las de mis amigos y la que yo había adoptado y aún vive en mi alma haciendo bochinche, la hija de mi ex pareja, tenían una canción que desataba la risa posterior de todas ellas… y de nosotros también: “Ricardo Leguizamón”.

La canción consistió en envolver con ese nombre una melodía determinada.

Era un juego de niñas, jugado por niñas, inventado por dos hombres adultos. 

Solíamos cantársela al propio Leguizamón en las tardes de Redacción, como para poner una pizca de insolencia a la jornada.

“Ricaardo Leguizamoooon…”.

Cuando cantábamos esa especie de jingle molesto e insolente, ellas, las niñas de nuestras casas, escuchaban y luego repetían. Por lo bajo agregábamos contenido a la letra de una canción que las niñas ya no escuchaban. Nos reíamos repetitivamente de eso.

Además de que su nombre es letra de una canción de entrecasa, Ricardo Leguizamón es un periodista que aparece en algunas fotos como el señor adusto que fue. Como si fuera el padre del actual Ricardo Leguizamón que hoy se fotografía con el frenesí de un instagramer. 

Expliquemos: es la misma persona.

Antes parecía un veterano; ahora parece un jovenzuelo. Antes usaba gamulán y ahora sólo ropa cool.

En la Redacción decían que no conoce Buenos Aires pero compra ropa en Rosario. Lino y algodón, cuadriculados, anaranjados con crudos. Sol y cabeza afeitada.

Vaya a saber cuántos calendarios lo han visto ser. Ni tantos, ni tan pocos.

Lo cierto es que es un periodista que logró ser un mojón de referencia. Ha atravesado todos los climas de la crítica colega. Cielos azules y cielos con pasajeras turbulencias.

“Es bueno”, “es exagerado”, “ex correcto”, “es incorrecto”, “es amarillo”, “es un perro verde”, “es un grosso”, “sabe escribir”, “se enreda en giros literarios”, “es único”. Sí, probablemente sea un espécimen único en la fauna periodística.

Era un perro verde y también rabioso. No saludaba a nadie. Me tranquilizó saber que no era personal. Era global. Urbi et orbi, dirá él.

Lo llevé al mundo de El Diario porque había leído sus cosas en la competencia. Supe de un destierro que lo empujó a poner un comercio de venta de aceros. Noté que aportaba redacción fina y nutrida de datos a los informes de un canal de televisión, mientras se ganaba la vida en el comercio al que dejó ni bien pudo volver en plenitud a los medios. Él seguía sin saludar en la calle.

El dueño de El Diario creyó en mi palabra y lanzó agua bendita sobre la decisión de meterlo en la Redacción. Eran los años noventa y Leguizamón ya tenía experiencia en el oficio.

La versión anticuada de Leguizamón, transitada en los noventa, murió para dar lugar a otra un tanto posmodernizada. Hoy habla, se fotografía, saluda en la calle y sigue con la misma fiebre por contar cosas. Ve cosas y las cuenta. Convierte lo que observa en escritura.

Una reseña sobre Leguizamón no debe omitir recordar que la escritora Celeste Mendaro le decía Salomón. Si a ella se le ocurrió ponerle ese sobrenombre de modo gracioso y bíblico, justamente a ella, que es arcángel de la escritura entre nosotros, ha sido porque vio algo distinto en su personaje.

Ricardo Leguizamón se dedicó, durante años, a inventarle horas al día para seguir trabajando.

Fue periodista en la revista Análisis, en los diarios Hora Cero y El Diario, en Canal 11, en la radio pública Costa Paraná. Escribió la biografía no autorizada del cardenal Estanislao Karlic, y es editor del sitio periodístico Entre Ríos Ahora.

Con gamulán o camisas mao de lino, Leguizamón no ha renunciado a ser aquel que ve historia donde muchos otros otros sólo palpan la cotidianeidad. 

Ya es como un género periodístico en sí mismo, entre nosotros, acá, en la comarca.

-¿Qué es lo que tanto te atrae escribir sobre la Iglesia? ¿Lo institucional bimilenario?, ¿el arte?, ¿el rito?, ¿la moral que choca contra la conducta?, ¿la hipocresía?, ¿el poder?, ¿la fe? ¿Qué hay en la Iglesia que atraiga tanto tu atención?

-No sé cómo empecé, ni por qué. En un momento me di cuenta de que es un nicho que nadie cubre periodísticamente. Eso es lo primero que tengo para decir. Después, tampoco sé en qué momento, caí en la cuenta que si corres un poco cierta mácula fantasiosa que recubre a la religión, caes muy pronto en la cuenta de que en la Iglesia hay hombres y mujeres que hacen lo que todos. Y que también en ocasiones cometen delitos. Nunca me voy a dejar de sorprender del modo cómo suelen tratar los delitos –abuso sexual, corrupción de menores- como si fueran pecados, y de ese modo todo se reduce a un malentendido de los hombres con Dios, dejando a un lado a la víctima de esas tropelías. Seguir el hilo de esos delitos enseña mucho de cómo se ha venido comportando la Iglesia en los últimos años, y de qué modo torpe intenta cubrir sus fallas. Después, me ocupo mucho de lo que pasa con las víctimas de esos delitos. Nunca vamos a conocer realmente los estragos que provocan los abusos. Admiro mucho a la persona que decide denunciarlos, porque el hecho de denunciar supone un nivel de exposición muy grande, y de mucha vulnerabilidad. Hay mucha fuerza de voluntad en denunciar, pero eso los deja en una situación de mucha vulnerabilidad. ¿Qué hace la institución Iglesia ante todo ese horror? Saca un comunicado en pdf, y cierra el asunto como si se tratara de un expediente administrativo. En la formación del clero hay una falla de origen: qué hacer con el sexo. Si les enseñas como precepto y regla de conducta que, si queres ordenarte como cura, tenes que vivir célibe, también tenes que decirles que si te queres saltear esa virginidad forzada,  no podes ir para cualquier lado. Se debe entender que el abuso es delito, y que los delitos los juzga la Justicia, no un burócrata del clero. Lamentablemente, en esto siguen derrapando. Cuando no hay abuso, hay escándalo, como le pasó al cura de Nogoyá, al que debieron sacar entre gallos y medianoche, y mandarlos a cuarteles de invierno después de unos señores muy devotos ventilaran los pedidos que les hacía a cambio de allanarles el camino a Dios.

-¿Qué diferencia hay entre un quejoso y un observador activo en las redes?

-Hay un fenómeno interesante en las redes. Sigo muchas cuentas valiosas en Twitter, que es donde mejor me siento, que me aportan datos, información y formación. Parece un contrasentido: a las redes, por definición, uno llega para alardear. Alardea sus conocimientos, sus saberes, su ingenuidad o su brutalidad. En mi caso, es prueba y error. Posteo lo que entiendo son mis intereses. ¿Resulto quejoso? No sé. No me lo propongo. A veces busco poner el  foco en la observación más local. En las redes siempre rinde más subirse a las polémicas del día, pegarle al que está más lejos, porque para opinar de lo local todos nos medimos mucho: andamos con pies de plomo. Hay que entender que Twitter es una ventana para asomarse a lo que pasa. Pero no es el mundo real. La gente común no usa Twitter, y sospecho que no sabe ni le interesa saberlo. Más de lo habitual caemos en la tentación de periodistear con aquello que se dice en Twitter: es un círculo vicioso que se retroalimenta. Las redes, sí, son un fenómeno que trastocaron el periodismo: los modos de contar. Pero cuidado: un periodista, como todo profesional, debe atender a la formación, y debe formarse, permanentemente. Para poder contar, hay que saber leer. Lamentablemente, se lee poco, muy poco. El periodismo ha mutado, y mucho. La explosión de las redes revolucionó este oficio y dejó a muchos en el camino. Yo no tengo amigos entre los que entrevisto: me parece el peor vicio en el periodismo. El otro, no saber escuchar, no ser un observador atento. Leila Guerriero, que es maestra de cronistas, dice que para contar cómo velan un muerto hay que llegar antes, estar junto al féretro y quedarse hasta que lo pongan bajo tierra. Me parece que hay un periodismo con demasiada prisa, que no contextualiza, que abruma con el correveidile y nos deja con sabor a nada en el paladar. ¿Alguien lee un fallo de 300 páginas antes de opinar del fallo? Bueno, ese ya es otro tema.

-Elegí una historia que hayas escrito y decime cuál elegís y por qué. Puede ser la más linda, la más impresionante, la más trabajosa, la distinta.

-Uff. No sabría cuál. Pero si me apurás, recuerdo una historia que me llevó hasta Villaguay en los años 90, cuando estaba en la redacción de Hora Cero. La idea era contar el otro lado de una canción de Fito Páez. El título es precioso: “Las tardes de sol, las noches de agua”. Y cuenta la historia de una chica de Villaguay que había sido sometida a esas aberraciones que son los exorcismos para sacarle el diablo del cuerpo. Todavía me acuerdo de la charla que tuve con esa chica, sentados los dos en el patio de su casa, charlando de esa locura que había vivido. El otro texto que recuerdo con mucha dulzura es una nota que apareció en la página 2 de El Diario el día que murió Celeste Mendaro. Había leído uno de sus libros, “Almuerzo”, y me acordaba de cada charla que habíamos tenido en la Redacción. Una fue una tarde de esas de locura en esas redacciones que ya no existen: todos hablando de todo al mismo tiempo. Y Celeste que me dice en un momento: “Yo puedo ver el otro lado de las personas”. La sensibilidad que tenía se podía sentir en sus textos. 

-Cuando era jefe de Redacción te cedí un viaje todo pago a Sao Paulo y lo rechazaste. Fue Darío Cagliero en tu lugar, de modo que te reemplazamos con otro buen periodista. ¿Me parece a mi o era otro momento de tu vida? Me da la sensación de que hoy no te perderías ni loco un viaje así.

-Era mi otro yo. En los años que llevo en este oficio he pasado por distintas etapas en mi vida personal, y con mi genio. Etapas muy oscuras, de mucha inseguridad, de trabajar más horas de la cuenta, de dejarme ganar por mil demonios y de batallar con mi timidez. Ese viaje, claro, nunca me perdoné haberlo dejado pasar. No sé por qué: dije que no y nunca pensé por qué ese no, por qué no tener la experiencia de ir a Brasil, una posibilidad que al poco tiempo se diluyó en los medios, que fueron pauperizándose en todo sentido. Creo que Darío Cagliero nunca se enteró de lo que me pasó a mí con ese viaje que no fue. Pero bueno: lo cierto es que hoy no diría que no ni a palos. El oficio, o la vida, me fueron moldeando de otra forma. Y escribir me ha salvado la vida, aunque no quiero ser solemne. ¿Soy solemne?

-Sí, te ponés solemne al contestar un reportaje.

-…

-Y al final, conocés Buenos Aires o no…

-Eso ya a estas alturas es un mito urbano.