29/04/2021 - Poesía

Graciela Chisty, la escritora que no le teme a la araña peluda de la literatura

Es una poeta intergeneracional paranaense a la que muchos escritores y escritoras jóvenes leen con admiración. En esta entrevista, Graciela Chisty habla de sus inicios en las letras y cuenta sobre una pasión nacida del deseo de arreglar su biblioteca: la encuadernación de libros.

Jorge Riani

La finca en pleno corazón del barrio San Agustín parece detenida en el tiempo. El jardín cuidado del frente, los perros merodeando con el instintivo conocimiento de que puede haber buena vida para ellos allí adentro, los perros de adentro que ocupan un lugar nada marginal en la población hogareña, los gatos amasando las siestas y dominando las noches y los libros, todo eso otorgan un marco cotidiano y adecuado para las dos moradoras: la poeta Graciela Chisty y su inseparable hermana Patricia.

Las hermanas Chisty cultivan el arte del buen trato, de las palabras adecuadas y de las atenciones solidarias hacia la humanidad.

En el barrio con pretensión de ciudad, Graciela tiene su taller de encuadernación a la que se dedicó seguramente para encontrar un ángulo más por donde acercarse a los libros. Lee y escribe. Pero también arregla con paciencia medieval los ejemplares que llegan hasta su casa.

Para Graciela, la encuadernación empezó siendo una necesidad y se fue convirtiendo en una pasión efervescente, de esas que hacen a sus cultores moverse, investigar, armar cofradía con otros apasionados.

“Todo comenzó por la necesidad de arreglar los libros deteriorados de nuestra biblioteca”, contó en la charla con Revista Contexto y más tarde dará una muestra de su milimétrica obsesión por lo que hace: “yo tengo que leer primero lo que tengo que encuadernar”.

Comenzó a practicar yoga cuando el mundo no se había vuelto ni tan vertiginoso ni tan desesperado por disciplinas alternativas que Occidente buscó en el otro rincón del planeta. Dio clases en escuela de nivel primario durante más de la mitad de su vida y en el aula también desplegó su amor por la lectura.

Pero antes de todo eso, antes de las clases y antes del mundo habitado por prensas, espátulas, plegaderas, guillotinas que devuelven vida a los libros, Graciela Chisty ya escribía.

En su vida literaria vio pasar a un par de generaciones de lectores que se interesaron en su obra, y sus antecedentes literarios están nutridos de fechas, títulos y certámenes.

Dialoga animadamente y en su relato asoman los nombres de poetas jóvenes con quienes se dispensan mutuas muestras de admiración. Diremos que es una poeta intergeneracional.

Por eso mismo, antes de que la pandemia ahuyentara las actividades culturales, muchos de ellos se dieron cita en el Puente de los Suspiros, una noche veraniega de viernes, allí en el Parque Urquiza, para escucharla recitar, leer, hablar.

“La poesía es la araña peluda de la literatura”, dice en esta entrevista en la que no duda en reconocer que no le teme a esa araña. Leyendo su producción se puede advertir, incluso, que tiene dominado a esos artrópodos de la literatura.

-¿Cómo comenzó tu vinculación con las letras y con los papeles?

-La vinculación con las letras y con los papeles viene desde chica. Empezamos con los papeles porque yo era una niña que no quería comer, y entonces mamá recortaba figuritas de las revistas y armaba escenas de papeles. Además, mamá era muy hábil con las manos para cortar y plegar papeles. Ese era el entretenimiento porque tu abuelo dormía la siesta (N. de la R. Graciela era, por entonces, vecina de la familia de este cronista en calle Enrique Carbó) y la otra familia, Acosta, también dormía la siesta. No nos obligaban a dormir la siesta pero mamá nos pedía que hiciéramos silencio. Y las letras… mamá fue lectora desde siempre, desde chica. Ella contaba que cuando era muy chiquita le pedía a su abuela que le leyera. Y ahí descubrimos que nuestra bisabuela, que era italiana, sabía leer y escribir, cosa que no era muy frecuente en esa generación. Mamá fue lectora desde siempre. Para ella, un libro era el sumun del regalo. En la escuela era socia de la biblioteca y así hizo lecturas que yo no hice. Por ejemplo Los tres mosqueteros, Los miserables. De manera que cuando éramos chicos, una de las formas de entretenernos era leyéndonos, y siempre teníamos libritos de cuentos. Recuerdo algunos muy lindos, con figuritas articuladas y otros que hoy que sé encuadernar te diría que era una especie de libro-túnel, porque eran calados, pero tenían un calado que permitía ir cambiando las escenas. Recuerdo uno que se llamaba La ratita presumida, que para mí era mágico.

-Hay libros que marcan.

-Hay libros que marcan sí. Nosotros teníamos también El tesoro de la juventud. Era algo mágico. Las siestas en casa eran sagradas y yo tenía un lugar para leer que era lo que llamamos el hallcito, que era un espacio muy chiquito al frente de la casa, donde había un sofá de dos cuerpos, todo desvencijado. Yo me acostaba ahí. Por eso toda la vida leí acostada, como hasta ahora. Así que pasaba la siesta leyendo. Yo era muy chica cuando leía, cuando empecé a leer esos tomos; lo que me interesaba más que nada era la literatura, pero de paso me introdujo en ciertas corrientes pictóricas. Era una enciclopedia, a su estilo, muy completa para la época, y además los cuentos infantiles estaban ilustrados maravillosamente bien. Y tenían también, muy reducidas, las obras de Shakespeare, y entonces yo a los nueve años sabía cuál era el argumento de Hamlet. En esa época se proyectó aquí, en Paraná, el Hamlet, de Laurence Olivier. Y mi tía, que era cinera, no cinéfila, me llevó. Incluso mi padre nos compró colecciones importantes, como una que se llamó El mundo pintoresco, que tenía textos y fotografías de todo el mundo, y era una introducción indolora a la geografía y a la historia. Los tres hermanos nos acostumbramos a leer. En mi casa había libros, incluso para mí, leer poesía fue una cosa bastante común. No era lo que más me gustaba, de todos modos.

-No era tu preferencia pero la poesía llegó.

-No es que no leía. En casa no era lo que más había, pero había. En casa teníamos, y todavía está, un librito que es una antología de poetas españoles del Siglo XX o finales del Siglo XIX, donde me encontré, por primera vez, con Miguel Hernández, García Lorca, Antonio Machado. Así que tuve acceso a la poesía con mayúsculas, a la poesía bien hecha. Y una cosa que todavía conservo también es una antología de poesía juvenil que me regaló mamá, y ahí me encontré con Rafael Alberti, que leí y ya estaba en otra onda.

-Un Alberti que conoció a Juanele.

-Es probable porque Alberti estuvo muchos años en Argentina y en aquella época Juanele fue más apreciado fuera de la provincia.

-Bueno, decías que cuando aparece Rafael Alberti cambia la onda. ¿Hubo por allí una evolución de la poesía?

-La poesía siempre tuvo una evolución y siempre hubo cambio. No es lo mismo la poesía del Siglo XIX que, en este momento si vos la lees te resulta un poco pesada. Y más adelante hay una poesía mucho más ágil. Incluso ahora yo uso mucho las estructuras breves. Siempre trabajé con estructuras breves. Digamos que mi aliento llega hasta ahí, y no me pidas que le ponga título. Ya es mucho pedirme. Pero uno se encuentra con que puede haber una temática, hasta cierto punto. Por ejemplo, la Generación del 27, española, estaba muy comprometida, en general, con la república. No todos escribían sobre política, pero en general sí. Por ejemplo Hernández, pero de Lorca sólo recuerdo “Romance de la Guardia Civil Española”. 

-¿En ese cambio se achicó el mundo de los lectores de poesía?

-La poesía nunca estuvo demasiado presente en las escuelas, aunque yo aprendí algunas cosas y recuerdo que en el secundario me hablaran de Antonio Machado o leer una poesía de Manuel Machado. Yo siempre digo que la literatura es la araña peluda de la literatura. ¡Guarda, guarda! No sabemos qué hacer con ella. La gente le tiene un poco de miedo, pero yo nunca le tuve miedo. Incluso cuando fui docente, con mis alumnos siempre trabajé poesías. Ponía como centro de interés para un tema de Lengua un poema. Leíamos poesías españolas, americanas, argentinas. Que mis alumnos leyeran García Lorca y después pasaran a Alberti y después a Nicolás Guillén, que es muy rítmico. Yo siempre tuve la idea de que algo de eso iba a quedar. Y también leíamos narrativa.

-¿Cuándo empezaste a escribir poesías?

-En tercer año de la escuela secundaria. En el Cristo Redentor teníamos a una profesora, la hermana Gertrudis, que era de una claridad meridiana para explicar y era muy exigente. Había que escribir mucho y a mí no me costaba. Yo siempre pensé que iba a escribir pero cuando fuera grande. Eso sí, jamás pensé en ser novelista. Hice un taller de narrativa con Ferny Kosiak, que fue muy productivo, como el que hice luego con Horacio Lapunzina.

-¿Sufrís el proceso de producción? ¿Escribís por partes a una poesía?

-Hay una frase de un poema de Alfredo Veiravé que habla de la palabra cazada en vuelo. Es como que la espera, la caza y ahí empieza el poema. A mí me pasa así. Por ahí, de pronto es una palabra que aparece y esa palabra me va llevando a otras cosas. Después de un tiempo de haber escrito una serie de poemas, me doy cuenta de que hay un hilo conductor y que se puede armar un libro. A veces sí y a veces no. Yo no sufro el proceso, pero siempre hay una preocupación que es la corrección, que en algunos casos me ha llevado meses pensando. “Retrato de espaldas” es sumamente escueto pero estuve meses pensando cómo lo podía decir. No sé cuántas versiones tengo de ese poema, pero al final me quedé con la primera. Iba a editar  el libro Retablo y se lo llevé a Martín Carlomagno, que es mi ídolo. “A este poema yo lo sacaría”, me dijo. No lo saqué porque debe ser el poema que más quiero en ese libro. Tenemos una relación de mucho respeto mutuo y nos hacemos sugerencias. Cuando publiqué “Bitácora”, con un llamado telefónico me hizo una devolución de su lectura, que me dejó pasmada por la generosidad. Martín tiene mucho prestigio, incluso cuando cruza el Río de la Plata, en Uruguay, se mueve muy bien dentro de los poetas de allí.

-Mencionás a Martín Carlomagno y antes a Kosiak y Lapunzina. Un libro tuyo lo presentó Graciela Dobantón. Esos nombres, más otros, me hacen pensar que sos una escritora intergeneracional. Mucha gente joven te lee.

-Yo no me había dado cuenta. Fue Maximiliano Elberg, uno de mis más queridos amigos, el que me lo dijo. El año pasado, Maxi fue al ciclo que se hizo en el Puente de los Suspiros, y de pronto se acercó y me dijo que la gente joven tiene muy buena onda conmigo. No sólo tengo onda sino que me siento muy respetada, y es gente que yo admiro. Horacio Lapunzina, por ejemplo, es un tipo que escribe muy bien. Ahora, por fin, largó un volumen de cuentos, pero es un poeta fantástico. Hay gente joven que escribe muy bien y tiene mucho para decir. Por ejemplo, cuando teníamos el ciclo de lectura en la Biblioteca Popular, hace dos años, invité a Iván Taylor y Mariana Bolzán, y enseguida dijeron que sí. Y el año pasado Iván me invitó al ciclo en el Puente de los Suspiros. Me gusta lo que escribe y me ha dado cosas inéditas para que lea, lo que es de mucha confianza. 

-¿Hay una literatura atravesada por la provincia? Ya sea el ambiente, el río…

-Fijate vos que Fernando Kosiak convocó a una serie de poetas para escribir sobre el río. Yo no pude hacer nada. Soy de tierra firme. Creo que sí. No sé en narrativa pero en poesía sí. Hace poco estaba leyendo a Washington Atencio que tiene un libro que se llama Una hoguera de jazmines. Washington es de Lucas González, criado en un lugar que es más campo que ciudad, y se encuentra esa temática en el libro. Recuerdo dos poemas que son muy del lugar y de su infancia.

-¿Tenés una rutina de trabajo?

-Escribo cuando tengo algo para decir. María Ruth Fisher dijo eso de mí: que yo escribía cuando tenía algo para decir. Para mí no debe ser una cosa forzada. A mí no me resulta. Juan Manuel Alfaro tiene un término que es cajonear. Hay que cajonear porque hay que dejar decantar. Lo que hoy te parece maravilloso, mañana te puede parecer un real mamarracho o al revés.

-Te propongo un salto temático: la encuadernación. ¿Cómo diste vos ese salto hacia la encuadernación?

-El tema era arreglar los libros deteriorados de nuestra biblioteca. Un día me encontré con que había un curso y aprendí lo elemental. Después fui a otros lugares donde fui aprendiendo más. Se me ocurrió poner en el buscador de Internet “encuadernación”. Ahí me di cuenta de que encuadernar no es pegar cartones con papeles en el medio. Yo sostengo que si querés encuadernar tenés que leer. Tengo una amiga encuadernadora, Violeta Rodríguez, que me dijo que tiene que leer primero lo que va a encuadernar. Es todo un universo. Es poner un pie en el umbral de un universo que te capta. Tengo un amigo, Juampi Vicentín, que es el encuadernador de la Biblioteca Popular y tiene un emprendimiento, que es Mosaénicas. Cuando nos encontramos es una cuestión ya de fanatismo. Cuando ya tengo alumnos que van muy bien o ex alumnos a los que le va bien, me inscribí en los cursos on line de Eduardo Tarrico Villafañe. Si hay gente generosa se encuentra en este gremio de encuadernadores. Hay gente muy generosa, como Carlos Rey González, un español que está muy vinculado con Argentina. No se guardaba nada, y cuando vino por última vez a Argentina, lo pude ver en Rosario. Trajo sus cosas para regalarlas o sortearlas entre los concurrentes. Y no cobró un centavo. Todo lo que quería era que lo invitáramos a almorzar y eso hicimos.

El autor de la foto que ilustra esta nota es Ernesto Mac Intyre.