La escritora y periodista María Celeste Mendaro dejó un escrito en el que recordó “dos tesoros” que guardó por siempre de una conversación casi fantasmal con Juan Rulfo, en México. “Tan fantasmal pero tan plena de sentido como la que mantienen Dolores y Juan Preciado, los dos muertos que hablan indefinidamente en Pedro Páramo”.

María Celeste Mendaro
En el año 1979 viajé a México con una carta del Dr. Silvano Santander, que había sido embajador argentino en ese país, dirigida a Fernández Unsain, por ese entonces presidente de la Sociedad de Escritores de México y curiosamente paranaense. Poeta desconocido para la mayoría de sus conciudadanos, Fernández Unsain figura sin embargo en una Antología de Poesía Argentina, escrita por Guillermo Ara, prestigioso crítico de Literatura Argentina. Yo debía presentar un trabajo de Seminario sobre “Pedro Páramo”, obra maestra de Juan Rulfo y el Dr. Santander cuando se enteró, con su proverbial cortesía e interés por el prójimo, me dio una carta para su amigo personal, que nunca terminaré de agradecerle.
El mismo día de mi regreso a la Argentina logré ubicar telefónicamente a Fernández Unsain, quien ante la sola mención del Dr. Santander me dio la dirección del Instituto Indigenista y me dijo que si tomaba un taxi inmediatamente lograría ver a Juan Rulfo antes de que regresara a su casa. Cuando llegué él ya sabía que se encontraría conmigo y se mostró sumamente afable y cortés. No fue una entrevista brillante. Creo que ni siquiera fue una entrevista. Conversamos más de dos horas y no hablamos casi de Literatura, más bien hablamos de nuestros respectivos países. Al principio intercambiamos trivialidades tales como que él tomaba café y yo mate para estudiar, que en México la actividad comenzaba a las nueve o diez de la mañana a diferencia de la Argentina. Observó mi remera turística que decía Taxco con grandes letras y se permitió unas palabras en son de broma:
-Veo que le gustó Taxco
Ambos reímos como si se tratase de algo extremadamente gracioso.
A partir de ese momento sucedió algo extraño; él se convirtió en entrevistador y yo en entrevistada. Se mostró muy interesado en saber cuál era la visión de un extranjero sobre su propio país. Se rió mucho ante mi asombro por la buena educación y caballerosidad de los mejicanos; le conté azorada que un taxista ante el choque de otro le espetó un inofensivo “payaso” como único insulto, al tiempo que bajaba furibundo del auto, escena impensable en la Argentina donde normalmente hablamos con malas palabras. La conversación giró luego sobre carriles más serios. Me mostré admirada por la libertad de expresión que veía en México, sobre todo el tema de publicaciones de libros. Admitió que existía mucha libertad para hablar, pero no sucedía lo mismo cuando llegaba el momento de hacer.
-Vivimos una suerte de dictadura partidista -agregó.
Después. Sin que yo se lo preguntara, me contó que su trabajo en el Instituto Indigenista lo absorbía mucho, y el poco tiempo que le quedaba libre lo utilizaba para estudiar Antropología, pues su mismo trabajo se lo exigía, no había espacio, entonces para la Literatura. Intervine para expresar mi gusto por la ciencia de la que, sin embargo, tan sólo había leído dos libros en mi vida. Movió la cabeza en señal de cansancio y dijo: “Es árido, muy árido. Antropología es algo árido y fatigoso”.
Identidades
Me preguntó luego si yo sabía la cantidad de indios que existían en Argentina. Contesté una cifra irrisoria comparada con la que él me dio y que no recuerdo con exactitud. Me contó que había asistido en la Argentina a una reunión, no recuerdo si de tribus indígenas o de instituciones encargadas de sacar al indio de su marginación. Me advirtió que pensaba que la idea de que la Argentina era diferente de Latinoamérica era anacrónica, pues para él aquí existían las mismas condiciones de pobreza y dependencia que en el resto del continente. La conversación giró entonces acerca de las respectivas identidades culturales. Me mostré asombrada por la persistencia de los mejicanos en mantener viva su identidad, a pesar de la constante presión ejercida por los norteamericanos a través de la música, el idioma y el contacto turístico permanente. Confirmó mi impresión y me relató una anécdota referida a un grupo de profesores de una universidad norteamericana que habían ido a comprobar la existencia de Comala (el pueblo donde se desarrolla su novela “Pedro Páramo”) y las condiciones de vida allí existentes.
“Qué importancia puede tener si existe o no Comala”, sonrió con un gesto de ironía y agregó más serio:
-Esa es nuestra mejor defensa: su incomprensión hacia nuestra cultura.
Le relaté que mi esposo y yo habíamos visto asombrados y complacidos que, en un pequeño pueblo cercano a Islas Mujeres, dos chicos muy humildes habían hecho una inmensa pirámide de arena y ante una pregunta, respondieron con naturalidad: “Es Chichen Itzá”.
La imposibilidad de que dos chicos argentinos construyeran en la arena el Obelisco o el Monumento a la Bandera constituía, a mi juicio, la diferencia esencial entre nuestros dos países. La conversación giró luego sobre la pobreza que yo había visto en el campo y también en la ciudad de México. Asintió y me relató que hace muchos años (no recuerdo cuántos dijo) era aún peor.
-México y Bogotá eran ciudades de mendigos. Existió en un tiempo una ley que prohibía la mendicidad en las calles -agregó, y me contó algunas anécdotas con mendigos.
De pronto, miró asombrado la hora y dijo:
-Debo regresar a las 17.30 al Instituto; aún no he comido y aún no hemos hablado de Pedro Páramo.
-No importa -dije bajando la cabeza, con la certera intuición de que no le gustaba hablar de su obra. Sin embargo, insistió con el aire de un caballero de muy buena voluntad que se ve obligado a hablar de cosas de las que en realidad no le gusta.
-Y bien, mi niñita, qué es lo que Ud. querría saber para su trabajo de Seminario -me dijo con una expresión paternal y dulce.
Ese “mi niñita” produjo en mi un afecto sólo comparable al de una flor arrojada por un conjunto de música a cualquiera de sus admiradoras fanáticas. Sentí que él había elegido de entre el universo de palabras posibles esas tan especiales y sólo para mi.
Me turbé tanto que farfullé una pregunta incoherente acerca de las dos posibles lecturas de Pedro Páramo y recibí de él una respuesta también incoherente y evasiva de la que sólo pude rescatar que en la obra había muchos símbolos, uno de los cuales era el nombre dado a Comala, proveniente del dado a unos braseros para asar tortillas Comal, queriendo significar con esto que el pueblo estaba “en la mera boca del infierno”.
Digno de Pedro Páramo
Después de los saludos protocolares, salió presuroso mientras yo buscaba mis bolsos y cambiaba unas palabras con la única empleada que quedaba. Mi esposo había comenzado a buscarme alertado por la proximidad de la hora del vuelo. No encontró a nadie, sólo a Juan Rulfo que bajaba. Mantuvieron un diálogo digno de “Pedro Páramo”.
-¿No ha visto a Juan Rulfo por acá?
-¿Juan Rulfo? Hace muchos años que ya no trabaja aquí.
Un ocasional compañero de la universidad que intentara entrevistarlo dos años más tarde, recibió la misma respuesta de boca de un empleado del Instituto, lo que no hizo más que confirmarme su conocido ostracismo y por lo tanto lo increíble de la oportunidad que me brindara el Dr. Santander.
Abajo, en la calle nos reencontramos fugazmente los tres. Pero ya no hablamos. Una fotografía suya cuando cruza la avenida, y sus ojos tristes y afables como los de un niño que pide perdón al verse descubierto en una pequeña mentira, son los dos tesoros que guardo de esa conversación casi fantasmal. Tan fantasmal pero tan plena de sentido como la que mantienen Dolores y Juan Preciado, los dos muertos que hablan indefinidamente en “Pedro Páramo”. Y digo esto, porque ahora con el correr de los años siento que no fue una entrevista, ni yo era periodista ni profesora de Literatura aún y ahora con la perspectiva del tiempo creo que ni siquiera era una persona adulta, y sin embargo, todas estas negaciones otorgaron un sentido mucho más enriquecedor y más libre a cada una de nuestras sonrisas, a cada una de nuestras palabras.
Dudé mucho antes de enviar la nota a El Diario. Sentía que traicionaba el voluntario ostracismo de Juan Rulfo y su transparente humildad. Después, descubrí que tenía tres razones muy poderosas para enviarla.
La primera, reiterar públicamente mi agradecimiento al Dr. Silvano Santander. La segunda, la necesidad de que la tristeza y la nostalgia por la muerte de Juan Rulfo no quedaran dentro de mí, sino que salieran afuera, energizándose de un modo más productivo.
Y por último, la esperanza de que mis palabras pudieran iluminar, aunque más no sea en ínfima escala, algo de la figura de un hito insoslayable a la hora de la reconstitución de la identidad americana y de la historia de la belleza de la palabra escrita.