Está considerado como uno de los rincones del planeta en el que la naturaleza se mostró más generosa, aunque en los últimos años es noticia por la quema de pastizales y porque de allí sale el humo que molesta a las urbes cercanas, como Buenos Aires o Rosario. Fue brillantemente descripto por Marcos Sastre y por Fray Mocho en sendas obras literarias. El Delta entrerriano encierra misterios y secretos naturales y humanos. Desde el canto de los pájaros en medio de un extraño ritual a los vuelos de la muerte y una fugaz invasión norteamericana, muchas cosas pasan sobre su húmedo escenario y su cielo límpido.

Jorge Riani
Virgilio celebraba la belleza del Tempe de la antigua Grecia, la imponente, la mítica, la culta, del mismo modo en que entre nosotros, Marcos Sastre le escribió al Delta entrerriano. Y le llamó el Tempe Argentino, como a su libro: una pieza literaria en la que se refleja uno de los lugares más ricos del planeta; aquí, en esta provincia, inadvertido para la mayoría del millón de personas que habitamos esta porción geográfica entre ríos y arroyos.
“El Tempe argentino” describe el Delta profundo. Fray Mocho le llamó “el país de los matreros”. No es ni más ni menos que la mejor parte de los humedales del Delta: el corredor más importante del mundo, que se extiende desde el Pantanal de Mato Grosso, en Brasil, hasta el Río de la Plata. El Delta del Paraná alberga unas 700 especies vegetales y 543 especies de vertebrados; su gran riqueza en aves, con 260 especies, representa el 31 por ciento de la avifauna de la Argentina.
“A medida que adelanta la canoa, nuevas escenas aparecen ante la vista hechizada, en las caprichosas ondulaciones de las costas, y en los variados vegetales que la orlan. A cada momento el navegante se siente deliciosamente sorprendido por el encuentro de nuevos riachuelos, siempre bordados del hermoso verde; sendas misteriosas que transportan las imaginación a elíseos encantados”. Con soberbia prosa, Marcos Sastre se introduce en la temática para describir un auténtico paraíso, de igual manera en que previamente ingresó navegando a ese mundo para descubrir sus secretos y contárselos al mundo.
En 17.500 metros cuadrados, el Delta del Paraná esconde misterios y secretos. La naturaleza estalla sin tapujos, pero también el afán dominante del hombre.
Hace sólo una década se quemaron 60 mil hectáreas, en un incendio que logró invadir de humo la gran ciudad de Buenos Aires. Un año antes, la combinación de una feroz inundación con la sobreexplotación ganadera en esas zonas insulares, ladeada por el avance de la agricultura en tierra firme, arrasó con la vida de unas 60 vacas. Y sobre ese escenario bucólico que describió Marcos Sastre, varias decenas de sociedades anónimas y compañías con escritorios en las grandes ciudades explotan la tierra a fuerza de desmonte.
“El hombre se cree autorizado para disponer a su antojo de la obra de Dios; error de su ignorancia o vana presunción de su orgullo; humos de su prístina grandeza. Él cree que, sin más examen que el de su inmediato provecho, puede entrar a sangre y fuego en los dominios del reino animal y vegetal”. Un presagio inquietante y brutal encierran las palabras de “El Tempe argentino”, ya en 1858, cuando fue escrito.
Ruidos en el cielo
“Repentinamente despierta mi atención una música deliciosa que parecía resonar en todos los ámbitos del bosque. Cuánto acento encantador puede salir de la garganta de las aves”, describe Marcos Sastre para pasar a un minucioso informe científico sobre especies y sus singulares costumbres. Habla de los plumíferos habitantes del Delta: el yacú o pava del monte, el pato real, el biguá, el caburé, la calandria, el ruiseñor, el chajá, el picaflor.
En ese mismo reinado de las aves, hace tan solo una década los marines norteamericanos silenciaron el trinar autóctono, la música vernácula de gargantas inflamadas, con el estruendo de sus helicópteros invasores.
El periodista de Gualeguaychú Fabián Magnota descubrió dos de los secretos más oscuros del rico Delta entrerriano. Entre los años 2001 y 2003 denunció la presencia de soldados de Estados Unidos y la existencia de una base norteamericana en la zona de Mazaruca, en el Delta entrerriano, tras lo cual el Congreso Argentino blanqueó los ejercicios militares. También demostró que el Delta fue utilizado por la dictadura argentina para la desaparición de personas.
Hoy el Delta es el resultado entre el prodigio de la naturaleza y lo que el hombre ha alcanzado a arrebatarle. Fue además, en parte, territorio en disputa: en 1888 se dictó un decreto reglamentario sobre mensura y venta de terrenos en las islas Lechiguanas, lo que generó en 1891 un reclamo enérgico de Entre Ríos, que consideraba como propios esos espacios insulares. El litigio quedó saldado recién en 1959, con un acuerdo que firmaron los gobernadores Oscar Allende, de Buenos Aires, y Raúl Uranga, de Entre Ríos.
Las Lechiguanas se integraron a los departamentos Gualeguaychú y Gualeguay. Actualmente la jurisdicción es sólo gualeya.
Por estos días, el Estado entrerriano intenta recuperar las tierras fiscales que fueron ocupadas por hacendados particulares para su explotación. La Provincia es dueña de 190 mil hectáreas sobre el Delta, pero la mitad de esas extensiones fueron usurpadas por privados.
A esas mismas extensiones, Fray Mocho les llamó “islas flotantes”.
“¡Qué imponente y qué majestuoso es allí el gran río, con sus embalsados que parecen islas flotantes; con sus pajonales impenetrables que quiebran la fuerza del oleaje y defienden del embate continuo la tierra invasora que poco a poco lo estrecha y que ya luce orgullosa su diadema de ceibos y de sauces; con sus nubes de garzas blancas que al volar semejan papelitos que arrastrara el viento; con sus bandadas de macáes que se zambullen chacotones persiguiendo las mojarras entre los camalotes florecidos y con sus nutrias y sus carpinchos y sus canoas tripuladas por marineros de chiripa que parece que allí nomás, a la vuelta del pajonal, han dejado el caballo y las boleadoras!”. Así describió al lugar José Sixto Álvarez –nuestro Fray Mocho– en “Un viaje al país de los matreros”.
Sastre lo dice así: “El sol brilla en oriente sin celajes, las aves, al grato frescor del rocío y del follaje, prolongan sus cantares matinales, y se respira un ambiente perfumado. Las islas por una y otra banda, se suceden tan unidas, que parecen las márgenes del río; pero este gran caudal de agua que hiende mi canoa no es más que un simple canalizo del grande Paraná, cuyas altas riberas se pierden allá, bajo el horizonte”.
Miradas
El escritor Tirso Fiorotto califica como “exquisita” la obra de Marcos Sastre, a quien reconoce el mérito de haber mirado con ojos propios de observador nato y con los ojos también del alma, ese paraíso al sur de la provincia.
En El Tempe Argentino se revela un mundo desconocido y conmovedor. Se publicaron incontable cantidad de ediciones, algunas de ellas con ilustraciones como la que se incluyen para graficar esta nota.
“Ciento cincuenta años después de la publicación seguimos aprendiendo en El Tempe, porque en esa mirada abarcadora ponía la ciencia al servicio del conocimiento profundo. Sastre veía el paisaje, el árbol, el amor en la pareja de chajás, la maternidad incomparable de la comadreja, y la generosidad de la familia islera”, dice a Revista Contexto uno de los periodistas que mejor ha estudiado el entorno entrerriano.
–¿Qué importancia reviste para los entrerrianos el libro de Marcos Sastre?
–Los panzaverdes padecemos un flagelo: la distancia del hombre y su entorno. Eso nos impide conocer, y eso nos impide amar y defender. Esa enfermedad nos desarraiga, nos deja expuestos a cualquier vientito. En Santa Fe pasa algo parecido, estudian la carrera de Biodiversidad encerrados entre cuatro paredes, ocultos de los humedales. Es un disparate. En cambio Marcos Sastre está en las antípodas, sus relatos nos pulen la identidad, y al mostrarnos ese universo íntegro, esa armonía del hombre y la naturaleza, nos baja el copete a los humanos. Tenía que venir un oriental a mostrarnos, a decirnos ¡mirá esta maravilla!
–¿Qué significado tiene el Delta para esta provincia?
–Entre Ríos es palmar, es barrancas, es lomadas, es delta. Y es profundamente agua. Muchos de los primeros habitantes de este territorio vivieron en el Delta. A muchos los masacró el europeo para quedarse con sus territorios. Miles de personas fueron perseguidas, expulsadas o masacradas aquí, para que un par de inescrupulosos se quedaran con todo. Hoy son inmensos territorios desérticos, en algunos puntos, donde los pescadores y cazadores siguen pobreando y los europeos vienen a hacer puntería en los patos. En otros sitios, el Delta es también el más vivo ejemplo de la economía extractiva, para pocos, porque allí pescan hasta 30 mil toneladas anuales, con redes kilométricas, hacen una suerte de tala rasa con todas las especies. El Delta es una herida abierta. Hace dos años dejamos morir de una manera atroz treinta mil vacunos, y nadie se hizo responsable. Si el mundo nos mirara, agacharíamos la cara de vergüenza. Hay planes de protección, leyes que declaran al Delta del Uruguay y al Delta del Paraná como reservas, pero son letra muerta. Así y todo, nuestros deltas siguen siendo lugares únicos en el planeta, de una belleza formidable, con una diversidad natural que asombra. Recorrí varias zonas, en canoa, en lancha, a pie, y también entré a estancias de campos bajos en forma clandestina, porque allí a los entrerrianos no se les permite el acceso, son como feudos. Y he visto en algunas zonas tantas aves, tantas garzas, tantos patos, que quedás azorado, con la boca abierta. ¡Qué belleza!
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Lejos
Un día soleado de otoño, un jueves soleado de otoño, una mañana azul, abril de 2009, y yo al pie de ese aparato que intimidaba, ese aparato dispuesto a levantar vuelo.
Subir a un colectivo de doble piso me produce cierto escozor, de modo que estar allá arriba, a varios pies de altura, me parecía una idea desafortunada, con riesgo de soportar un ataque de claustrofobia.
Pero los pilotos manejaban todo con soltura suficiente así que pronto me senté en los comodísimos asientos, me enlacé con el cinturón de seguridad, y levanté vuelo, y arriba de esa máquina, el helicóptero Bell de la Policía de Entre Ríos, una aeronave por la cual la Provincia pagó 36 millones de pesos, una cifra que justifica con creces la velocidad que desarrolla: hasta 280 kilómetros por hora.
Así, de Crespo pasábamos a Libertador San Martín como en cámara rápida, una escena tras otra, un camino que se perdía, el verde que se tragaba las ciudades, y toda una vastedad ancha y generosa. Y por fin el infinito, el Delta, kilómetros sobre kilómetros de tierra casi virgen, hilos de agua, ganado alrededor de casitas que se veían en miniatura, manchas de tierra, y agua, más agua, kilómetros de agua.
–Eso –dice alguien, señalando eso que se ve ahí abajo, una mancha que sobresale sobre otra mancha– es el terraplén que construyó Pedro Pou.
Esto es el departamento Gualeguay, ahí abajo están las islas Lechiguanas, solitarias las islas, rasgadas las islas por asentamientos insulares, que se desperezan en la inmensidad.
No hay nadie allá abajo. De a ratos, aparecen algunas vacas, cada tanto alguna construcción, y nada más.
Lejos, el Delta entrerriano, casi 200 mil hectáreas de tierras desaprovechadas, tironeadas por intereses ajenos; el Delta está demasiado lejos, en los confines de una provincia que le ha dado la espalda.
El paisaje monótono del Delta, tierra y agua, agua y tierra, y todo lejos, demasiado lejos. El río, un forastero que baña estas costas, y se lleva consigo esas tierras, y las pone allá, lejos, bien lejos.
(Ricardo Leguizamón, periodista que sobrevoló por el Delta para sus notas sobre la disputa que por la tenencia de las islas fiscales mantienen la Provincia y hacendados particulares que las ocuparon.)