Por Jorge Riani En Entre Ríos hay un relato radical. Algo escrito después de tiempo, ya cuando las piezas se reacomodaron y los radicales pudieron superar la profunda grieta que los separó durante buena parte del siglo pasado. Ese relato deja un lugar destacado, casi de veneración política a Hipólito Yrigoyen, pero la verdad es […]
Por Jorge Riani
En Entre Ríos hay un relato radical. Algo escrito después de tiempo, ya cuando las piezas se reacomodaron y los radicales pudieron superar la profunda grieta que los separó durante buena parte del siglo pasado. Ese relato deja un lugar destacado, casi de veneración política a Hipólito Yrigoyen, pero la verdad es que el radicalismo entrerriano, mayoritariamente, combatió a quien fue dos veces Presidente de la Nación. Lo hizo con una saña que quizás sólo le dedicaron a Juan Domingo Perón en décadas siguientes.
El Diario era el órgano radical por excelencia durante la primera mitad del Siglo XX, y como tal fue uno de los vectores utilizados para deslegitimar y desprestigiar a la figura de Yrigoyen, luego de que el medio lo respaldara inicialmente.
Yrigoyen contaba con el aval de la mayoría del electorado que acudía a votarlo en cuarto oscuro, bajo secreto y sin la mirada de los patrones. Ese poder le permitió al caudillo radical sortear la dura embestida de los medios y de su propio partido, hasta poco antes de su caída, que se produjo mediante el golpe de Estado perpetrado en 1930.
En Entre Ríos, el Presidente contaba con un grupo de dirigentes radicales que no eran los que ganaban elecciones en la provincia, sino los que se mantenían firmes apoyando a su líder.
“El divo radical se va” fue el título con el que El Diario pronosticó, erróneamente, el final político de Yrigoyen, en septiembre de 1927. Se equivocó, porque el líder radical consolidó su candidatura y un año más tarde accedía a su segundo mandato como Presidente de la Nación.
Hasta que El Peludo, como le solían decir a Yrigoyen, ganó las elecciones, los antipersonalistas soñaban con verlo vencido antes de tiempo. El entusiasmo antiyrigoyenista estaba dado porque una votación en el Congreso de la Nación dio favorable a ellos cuando se trató el nombramiento de un presidente de la República para caso de acefalía. Iban preparando el terreno golpista.
“Irigoyen (sic) y sus creyentes pueden estar seguros de que este cómputo se reproducirá cuando se trate la presidencia del próximo período. ¡El divo Irigoyen se nos va! Ya puede ir liando sus petates”, escribió El Diario en un pronóstico de final de carrera que la voluntad popular expresada en las urnas malogró al año siguiente.
Apelaban a las notas serias y al humor; a la noticia tendenciosa y las editoriales. Todo estaba puesto en dirección a dañar a Yrigoyen. Fue en ese marco en que se lo caracterizó como una especie de deidad autoerigida, de semidiós mesiánico, al que fanáticamente lo seguían sus feligreses. La idea de mostrarlo así, como de muchas otras formas desacreditantes, era detener la adhesión popular a Hipólito Yrigoyen.
Bajo el título “Apostasía”, el órgano radical advenido en antipersonalista expresó su malestar porque Yrigoyen le rindió homenaje a las gestas armadas que dieron nacimiento a la Unión Cívica Radical.
“El personalismo, como un sarcasmo, evoca las glorias del 90 mientras quema la mirra de sus abdicaciones, de su idolatría y de su vergonzante obsecuencia a un hombre que es la antítesis de Alem, como es un régimen el antípoda de la libertad”, se despachó El Diario.
En el relato radical, el diamantino Leopoldo Melo no ocupa ningún sitial de reconocimiento. Se habla mal de Melo en el radicalismo, y se lo llevó a calificar como un dirigente radical “de la mesa tendida y de la gloria barata”. Sin embargo no siempre se lo denostó, tanto es así que la candidatura de la fórmula Melo-Gallo era la del radicalismo oficial de Entre Ríos y la que apoyaba indiscutiblemente El Diario.
La tapa del día de las elecciones presidenciales, el 1º de abril de 1928, estaba lejos de ser una hoja periodística. Más bien se parecía a un afiche proselitista.
El título se desplegaba en todo el ancho de la portada y decía: “Vote usted los candidatos radicales”. Las fotografías de Leopoldo Melo y Vicente Gallo ocupaban media página, y más abajo había lugar también para atacar a Yrigoyen, en una nota en la que lo calificaban como “el último y el más pequeño de los representantes del caudillismo primitivo argentino”.
La nota central anticipaba un categórico triunfo de Melo, en un pronóstico muy errado porque Hipólito Yrigoyen consiguió que lo eligieran, en voto secreto y cuarto oscuro, 839.140 hombres, que representaban el 61,69 por ciento del escrutinio, contra los 430.626 votos de Melo, que quedó segundo y lejos del primero, con el 31,71 por ciento.
Luis Lorenzo Etchevehere solía referirse a su compueblano Melo como “El Maestro”. El primer director de El Diario fue un fervoroso antiyrigoyenista, al punto tal que se ilusionó pensando en que él ocuparía la conducción del gobierno una vez caído el presidente radical. Es que Luis Etchevehere había sido elegido presidente en caso de acefalía.
El ataque del radicalismo a Yrigoyen fue paulatino, y el que dio el primer paso fue Miguel Laurencena. El 11 de enero de 1922, la Convención provincial de la UCR reconoció como exitoso el primer año de gestión de Yrigoyen y así lo expresó en un documento. Con esa apreciación no estuvo de acuerdo Miguel Laurencena, pero su posición no era, todavía, la del oficialismo radical.
“Ni en lo político ni en lo administrativo la obra (de Yrigoyen) se ha ajustado a los principios e ideales del partido”, refutó Laurencena. Allí el creador de El Diario lanzó una palabra clave para la pelea política: principios. Los antiyrigoyenistas se erigían como depositarios de los principios radicales, mientras que los otros eran los personalistas, los que seguían a un líder y no una doctrina, según ellos.
El cuestionamiento de Miguel Laurencena a Yrigoyen apresuró la renuncia de Eduardo Laurencena, su hijo, como ministro de Hacienda del gobierno del presidente radical atacado.
Frente al pataleo de Laurencena, El Diario inicialmente se declaró prescindente en esa interna y respaldó el documento elogioso que la UCR provincial hacía sobre el gobierno de Yrigoyen.
“Una vez más (se expresa) la solidaridad de El Diario, a título de órgano oficial del radicalismo entrerriano, con el gobierno del partido y sus principios disciplinarios sin estimular desavenencias internas que malogran la obra común de institucionalizar el país”, escribió el periódico paranaense.
Pasaban los días y El Diario seguía respaldando a Yrigoyen pese a que Laurecena lo combatía con el discurso. “La divergencia en minoría, articulada en actitud de provocar el desgarramiento, es la disidencia que hemos combatido siempre y que una vez más combatiremos aunque pareciera piloteada por el radicalismo más prestigioso que tiene la provincia”. El elogio final no obstaculizaba la dura advertencia que El Diario le hizo a su creador, Miguel Laurencena.
“Sospecha, acaso, el eminente ciudadano, que esa pléyade de hombres que convivió con él en todas sus horas de triunfos y amarguras, ha renunciado a los atributos que dignifican la vida para postergar de buenas a primeras, ante el personalismo que es antítesis de toda doctrina radical”, se preguntó El Diario, otra vez tomando distancia del eminente ciudadano Laurencena.
El medio impreso radical transitó 1922 apaciguando las diferencias internas, cuestionando a los candidatos de la Concentración Popular y respaldando a los postulantes radicales.
Mientras tanto, Laurencena fue ganando poder dentro del radicalismo hasta llegar a conformar, en 1924, una fuerza interna de carácter cismático. La división radical se extendió hasta 1935, año en que el radicalismo se unificó en la provincia.
Durante los once años de división se produjo un descomunal enfrentamiento mediático y político entre radicales de ambos bandos, es decir entre los que respaldaban a Yrigoyen y los que lo combatían.
El Diario, de pedir en sus columnas que Laurencena depusiera su actitud de crítica a Yrigoyen, pasó a reclamar el golpe contra su gobierno.
“El país está gobernado por un grupo de asesinos”, tituló a todo el ancho de la portada del 5 de septiembre de 1930. Debajo de ese titular se extendía el logotipo de El Diario, y luego venía un segundo título, también a todo el ancho: “El pueblo de la república debe terminar con este vergonzoso y trágico estado de cosas”.
Las leyendas envenenadas contra Yrigoyen no quedaban ahí, porque también un subtítulo con tipografía grande, siempre a toda la extensión de la página, agregaba: “Entre Ríos, como parte integrante de la Nación Argentina, debe incorporarse activamente al movimiento general de agitación”.
Desde los medios antiyrigoyenistas se agitaba la indignación.
La agitación de El Diario se sumaba a la de otros medios que influían en el humor social. Y esa indignación creció por la muerte de un joven diamantino llamado Juvencio Aguilar, ocurrida cuando participaba de una manifestación estudiantil contra el gobierno de Yrigoyen, frente a la Casa Rosada.
El arribo del cuerpo de Juvencio a Diamante constituyó un acontecimiento histórico que permitió exteriorizar el clima de duelo general, justamente cuando el país vivía unas de sus horas más dolorosas.
Juvencio Aguilar fue la víctima desgraciada de un impacto de bala, pero también de quienes convirtieron su desgracia en bandera golpista. Su nombre quedó ligado al momento de previa agitación al golpe que se proponía desalojar del poder al primer presidente argentino elegido en comicios libres.
Luego del despliegue del doble título catástrofe y del subtítulo, en esa jornada de septiembre de 1930, El Diario ilustró con dos grabados: uno del rostro del joven asesinado en la manifestación, bajo el título: “¡Juvencio Aguilar!” y el otro el de las caricaturas de Hipólito Yrigoyen y de Elpidio González, que en ese momento era ministro del Interior, en un cementerio plagado de cruces, bajo un irónico título: “¡Ahora sí se puede gobernar el país!”.
En 1935 el radicalismo entrerriano dejó atrás la división que despertaba la consideración hacia Yrigoyen. En términos de discurso radical eso significó la reconsideración de la imagen de Yrigoyen. En ese marco, El Diario, que había pasado del amor inicial al caudillo a un odio plagado de adjetivaciones, encaró una nueva consideración positiva hacia Hipólito Yrigoyen. Se inauguraba un tiempo en el que no asomaban ya las críticas al modo personalista o populista que, antes, les marcaban desde esas páginas.
Cuando las aguas del radicalismo comenzaban a aquietarse, tras la turbulencia en el océano de enfrentamientos, El Diario sacó un suelto, de un párrafo, chiquito, perdido en una página sábana, que informaba que la Justicia había desestimado la pila de denuncias judiciales contra Yrigoyen.
Ya era tarde: para esa altura de los acontecimientos su gobierno había caído en manos de los golpistas armados y una horda enardecida había profanado su vivienda, quemado sus muebles, pisoteado los lugares donde desplegaba su intimidad.