28/11/2019 -

Un limonero muy real

Jorge Riani Santa Fe es la ciudad, a secas, y la hermana nacida de su costilla: el otro lado, la otra orilla, la Bajada Grande, Paraná. En la literatura de Juan José Saer la región aparece retratada con una fidelidad tal que escritor termina aportando un mapa sensorial a la geografía terrestre-fluvial. Es evidente que […]

Jorge Riani

Santa Fe es la ciudad, a secas, y la hermana nacida de su costilla: el otro lado, la otra orilla, la Bajada Grande, Paraná. En la literatura de Juan José Saer la región aparece retratada con una fidelidad tal que escritor termina aportando un mapa sensorial a la geografía terrestre-fluvial. Es evidente que para Saer el traslado desde Santa Fe –“la ciudad”– hasta la capital entrerriana, antes aún de tener ésta su formato de urbanidad, ha sido una aventura.

Por Saer se puede descubrir el vértigo emocionante de lanzarse al río marrón para desembarcar en estas orillas de barrancas altas y misteriosas. Ya en “Las nubes” revela la fascinación: “la idea de cruzar el gran río, y divisar desde el agua al ir llegando, como lo había hecho tantas veces con mi padre cuando navegábamos en las islas, las barrancas que caen a pique en el agua rojiza”.

En “La grande” el pasó será menos bucólico, pero igualmente atrapante por las historias que esperan a los protagonistas en la ciudad de éste lado del túnel subfluvial. Esa sabrosa obsesión del traslado recurrente quizás se alimente en que el escritor tuvo experimentado que en estas costas había aventura, poesía, magia en las largas charlas con su admirado Juan L. Ortiz.

Tras revelar que muchas veces era el poeta gualeyo quien cruzaba para visitar a sus amigos santafesinos, entre los que estaba él, Saer narra el habitual viaje a esta orilla: “Otras veces, éramos nosotros los que cruzábamos a Paraná. Tomábamos la lancha temprano, un poco después de mediodía, y a eso de las tres ya estábamos subiendo la barranca en la siesta soleada y, al cruzar la calle ancha y curva que se abría frente a su casa, divisando a Juan a través de la ventana de su despacho desde el que, en un banqueta en la que se sentaba a leer, no necesitaba mas que levantar la cabeza para contemplar de tanto en tanto el gran río que corría a los pies de la barranca”.

La región es más que Santa Fe y Paraná: es además una nervadura de ríos que lo atraviesan todo. Es, también en “Cicatrices” y “La Ocasión”, el Colastiné, el Salado, la Setubal y, obviamente, es Rincón.

Una relectura de “El limonero real”, con ese escenario tan estival, de resolanas luminosas y estallidos amarillos, nos acerca otra vez a ese mundo. Y sobre sus páginas volvimos para interpretar algo más de lo mucho que nos ha narrado el escritor santafesino.

Caminata

“El limonero real” es, quizás, una obra para iniciados en Saer, que encontrarán aquí una pieza más para extender el placer por transitar el mundo Saer, sus calles, sus lugares, sus personajes, sus narraciones, sus descripciones de un copioso realismo.

Es una obra que puebla el mundo Saer porque se toma de la mano con otros libros; no como lo hacen muchos de sus títulos a través de los personajes, sino a través de la geografía litoraleña que el santafesino (Serodino) describe de forma minuciosa, creativa a través de sus colores, fragancias, pensamientos que se cuelgan a paisajes y personalidades.

Si en “El entenado” no aparecen por una cuestión de tiempo los personajes clásicos de la literatura de Saer (Tomatis, Pichón Garay, Washington Noriega, Marcos Rosenberg, entre muchos), en “El limonero real” no lo hacen porque el universo es otro: el de la isla, el de los pescadores. Sin embargo hay señales de ese mundo común cuando dos pescadores se lanzan a la aventura de ir a vender sandías al mercado de Santa Fe con un carro tirado por un caballo al que le falta un casco, circunstancia que –junto con una lluvia cargada de electricidad– aportan argumento para que Saer despliegue su talento en la descripción de momentos, pensamientos, sensaciones.

El paso por el puente colgante nos recuerda a aquel otro paso del abogado que en “Responso” sale a buscar por esos caminos los garitos clandestinos donde la distracción bacana de algunos se codea con los sueños rotos de otros; esos otros donde habita con ciudadanía plena Alfredo Barrios, el periodista torturado que nos desvuelve muchas veces una imagen de nosotros mismos.

Volviendo a “El limonero real”, para no escaparnos por entre sus ramas, diremos que la geografía es el campo donde este libro se une a la saga saeriana. Aunque el escritor da en este libro un guiño al resto de su literatura cuando presenta a un canillita que se toma unos vinos con los pescadores. Y ese canillita qué vende sino el diario Región, del que tanto se mofa el autor en “La grande” y al que alude largamente en “Cicatrices”.

En “El limonero real”, el mundo fluvial y sus colores siempre están presentes. En este caso al extremo, y en el colmo de su afán descriptivo, de contar cómo es el río abajo, en la zambullida, incluso cuando tenemos los ojos cerrados. Amarillo. Sí señor, puede uno recordar leyendo que el río Paraná es amarillo, allá abajo, con nuestros ojos cerrados. Quizás uno no repararía en esa característica de no bucear en la literatura del serodinense universal, aunque hubiese buceado antes sí en el gran río marrón o en los recuerdos que tenemos de él y que nos viene de la infancia de playas y pesca.

No se encuentra en esta novela el recurso genial que nos regala Saer en otros libros: sus subordinadas. Esas subordinadas que amalgaman un conjunto de descripciones. En cambio se topa el lector con muchísimos gerundios que de no haber sido lanzado desmesuradamente por Saer podrían llegar a abrumar.

Cena ritual

Una familia de pescadores de la ribera santafesina gasta el último día del año en preparativos de la fiesta de la noche, para la que habrá que degollar un cordero y asarlo. Las mujeres intentarán convencer a “ella” de que abandone el luto que lleva camino a cumplir siete años, y rompa la exasperante inercia en la que se ha abandonado desde que murió su hijo. A la noche, habrá fiesta.

La historia se cuenta en veinte páginas, quizás, de las doscientas treinta y pico. Es que la historia va y viene y se narra y se vuelve a narrar siempre desde otro ángulo. A veces desde la observación de distintos personajes, a veces desde la del mismo narrador, pero con otros elementos que antes o después faltarán, pero que uniendo harán un relato fértil y pormenorizado.

Va y viene, viene y va. Como si para una película se filmara con distintas cámaras y la historia se contara, no haciendo un montaje, sino pasando una vez un tramo de la historia, luego el mismo, que vuelve a empezar, pero tomado desde otro lugar.

“Sin dejar de masticar, Wenceslao se pone de pie y retirando la silla informa a Rogelio que va a la parrilla a buscar un poco más de carne. Rogelio también se para. Con paso rápido, masticando todavía, Wenceslao atraviesa el patio y dobla la esquina del rancho. Rogelio lo sigue. Camina casi a la misma velocidad, mastica incluso un bocado que le ha impedido formular su protesta de ayuda con más claridad, frustración de la cual se resarce caminando rápido”. Y cuatro páginas más adelante: “Rogelio mastica rápidamente y se apresura a tragar para poder expresar de un modo más preciso y vehemente su deseo de colaborar con Wenceslao”.

Seguramente habrá múltiples interpretaciones a ese recurso. Podremos aportar el nuestro que vemos en esa mecánica una forma de relatar el recuerdo. El recuerdo a veces se deshilacha en hebras y esas hebras pueden tejerse entre sí para hacer una trama más compacta y lograda.

No sería de sorprender encontrar interpretaciones más estudiadas y estudiosas, con apelaciones al psicoanálisis, por ejemplo, o a la construcción de la realidad.

Voces

El libro está narrado por un observador externo que es capaz de ver mucho más allá de lo visible. Puede ver el fondo de una letrina que huele a excremento y creolina, y puede ver los pensamientos y los sueños de los personajes.

Saer se exige como escritor: no le pone nombre a la mujer del protagonista central, a la que hace dueño desde hace seis años, y en todo momento alude a “ella”. Los hombres ponen el mismo nombre a sus hijos y hay dos músicos con el mismo apellido. Saer se exige como escritor y exige atención al lector.

En su realismo pletórico, Saer cuenta el chocar de alpargatas contra el barro. Y por momentos esa alpargata que queda adherida al barro y que deja a su dueño dando un paso en falso, en pata, recuerda a esa escena al inicio de “La grande”, donde al vendedor de vino le pasa algo similar caminando por Rincón, pero con un mocasín de ciudad.

Y las tres chicas que se van aproximando al rancho con sus colores (verde, azul y colorado) en este “Limonero”, recuerdan a ese mismo vendedor de vino, caminando junto al cliente-amigo circunstancial con sus piloto amarillo y campera roja bajo la cortina gris de la lluvia también en “La grande”.

Vale preguntarse si cambio de narrador en “El limonero” es más que un juego, acaso una locura de Saer. Sin puntos cambia de narrador. Por momentos la historia queda en boca de uno de los personajes (Wenceslao), con un lenguaje isleño extraordinariamente logrado por el autor. Y luego, en el tramo final, Saer resume todo como en un cuento infantil. ¿Snobismo, locura, modernismo, genialidad, originalidad? Las respuestas pueden ser varias, pero su resultado alcanzado es casi indiscutible: un rasgo más de la excelencia del serodinense.