En un reportaje realizado hace algunos años en Uruguay, el tío de Dolores, “Raucho” Etchevehere, contó cómo su padre deheredó a sus tías y dejó al descubierto una impúdica práctica de poder y atropello. Eso es solo una de las cosas que contó en esta entrevista. En Revista Contexto, todo el reportaje, que es largo para leer, pero muy revelador.
“Oveja negra”. Así dijo que lo miró su familia cada vez que decía lo no querían que se diga. Iva J. Etchevehere supo aplicar dosis de dolor intrafamiliar diciendo la verdad. Aquello de lo que nadie ha querido hablar. Así fue hasta que habló Dolores, su sobrina. “Mi tío!. Ese sí que era inteligente”, le dijo en una ocasión Dolores a este cronista, hablando en el café de una estación de servicio, cuando venía de modo relámpago a la ciudad y se manejaba como una clandestina para que no se entere su madre y sus hermanos dónde estaba.
Y ese encuentro fue para contar todo lo que luego estalló de modo viral. Dolores supo hacer ruido.
Como en aquella ocasión en el “shop” de una estación de servicios, años antes, este cronista dialogó con Raucho, que es como le decían a Ivar. Allí contó algo que cobra relevancia en el actual contexto.
“La relación mía con Don Arturo tiene un quiebre cuando él se comporta muy mal con las hermanas”, contestó en este reportaje que fue originalmente publicado en la revista Análisis.
Hubo gente que se encantó de leerlo. Otros se enojaron.
Al reportaje hay que leerlo de nuevo. Hay que escuchar lo que contó Raucho, con el contexto actual. Con la relectura en presente, se termina de entender lo que decía aquel hombre incómodo de una familia poderosa, el que murió en junio del año pasado pero sigue diciendo cosas.
Le llamamos el último Etchevehere porque cosas que se explican en la introducción. Pero estaba claro que no era el último: luego venía Dolores.
Lo trataban de locos el resto de los Etchevehere y sus adláteres más fieles. Y ellos, Dolores y Raucho, supieron hacer temblar los cimientos de una edificación de empresa-familia que vio, en ellos, a sus enemigos más difíciles.
A continuación, el reportaje que hicimos aquella vez en la revista Análisis:
Entrevista con uno de los ex dueño del El Diario: vida, negocios, poder y tragedias
El exilio voluntario del último Etchevehere
En una ciudad donde todo el mundo anda con un termo bajo el brazo y el mate en la mano, Ivar J. Etchevehere prefiere llevar el tubular recipiente de agua caliente en un porta-termo de lona azul que, a su vez, lleva impreso en blanco el logotipo de lo que fue su empresa de negocios inmobiliarios y rurales. Eso le queda casi como suvenir de un tiempo en que su apellido fue sinónimo de poder. Eso y muchos recuerdos que desteje en una entrevista de dos horas que mantuvo con Análisis en la ciudad adoptiva de Salto, en la República Oriental del Uruguay. Del rol patriarcal de su padre, y de cómo su abuelo, el ex gobernador radical, le formó el carácter a Don Arturo, habla en esta nota. Cuenta por qué vendió El Diario, y dijo que no le pesa la decisión.
Jorge Riani
“Soy el último Etchevehere”, dice antes de comenzar la entrevista. Sabe que hay otros que portan el apellido, y que uno de ellos –incluso– es objeto de atenciones de la prensa nacional por su rol de presidente de la Sociedad Rural Argentina. Sin embargo, Ivar Julio Etchevehere, se sostiene en la autodefinición, acaso para dejar claro que su vida transitó de lleno los tiempos en que su apellido era sinónimo de poder en la sociedad entrerriana y más allá también. Un tiempo que él cree apagado y en el que nunca se sintió del todo cómodo.
Lo llaman Raucho desde recién nacido, como a su hermano mellizo lo llamaron Zahorí, por sobre el nombre Luis Félix, con el que gobernó, este último, El Diario, durante casi treinta años.
Lector, rebelde, playboy, contestatario, bohemio, Raucho demostró una temprana aversión por los eventos de la alta sociedad, por las fotos en los medios de propiedad familiar y por los títulos superlativos que anteceden los nombres propios, como el “doctor”. Vivió la tragedia de cerca, con la temprana muerte de su primogénito y con el suicidio de otro hijo adolescente. “El suicidio es uno de los grandes problemas que atendió la filosofía”, cuenta en esta entrevista, en la que admite que todos fanteseamos, alguna vez, con ser artífices de nuestras propias muertes.
En un café céntrico de la uruguaya localidad de Salto, Ivar Etchevehere recibió a Análisis para una entrevista en la que no eludió ninguna pregunta. Dice que vive allí porque la sociedad argentina está en decadencia y porque la tranquilidad pueblerina le va mejor. Acaba de vender su última propiedad importante, un campo de 400 hectáreas en Uruguay, para dejar como toda posesión inmobiliaria de su haber una casa junto a las termas de Daymán.
“Vendí todo y me liberé. Nadie se lleva ni un palo a la otra vida”, justifica con tono de seguridad. Antes, hace cuatro años ya, se desprendió de su parte en la sociedad anónima dueña de El Diario, que este año cumplió un siglo de vida. Dice que no le pesa haberse desprendido del medio que fundó su abuelo junto a otros dirigentes radicales, y que tuvo a sus dos hermanos y a su padre como directores.
Admite que nunca tuvo buena relación con el resto del clan Etchevehere, pero aclara que es muy amigo de Luis Miguel, su sobrino que preside la Sociedad Rural Argentina. Al momento de repasar los nombres que influyeron en su vida, menciona a su “amigo y hermano” Marciano Martínez, a su maestro de periodismo Moisés Jarupkin, y a Raúl Uranga, en quien vio una especie de padre sustituto.
Sobre un viaje a la Unión Soviética siendo estudiante secundario, sobre su inclusión en la lista negra de la dictadura, sobre la traumática relación con su padre Arturo J. Etchevehere, sobre la venta de El Diario a un empresario allegado al gobierno peronista de turno, sobre las tragedias familiares y sobre cómo, según su concepto, la historia familiar se adueñó de un pasado del periódico que supo de otros nombres célebres, sobre su tarea como juez civil y comercial, sobre todo eso y algo más, habla en esta entrevista con ANÁLISIS. “Vas a hacer un documental como el ciclo televisivo de Secretos verdaderos”, dispara como broma y voluntad de que no piensa callarse nada.
–¿Qué significó ser Etchevehere en los 40 y 50 en aquella Paraná? ¿Eran los ricos de la ciudad?
–Yo en el 40 tenía seis años. Anduvimos mucho por toda la provincia. Mi viejo hizo una carrera meteórica en la Justicia: defensor en Paraná, fiscal en Diamante, juez en Nogoyá. De manera que recorrimos toda la provincia hasta instalarnos en la ciudad. Luego le ofrecen el Ministerio de Gobierno, después la presidencia del Banco de Entre Ríos; estuvo en el Superior Tribunal. Así que lo que significó en esos años fue andar por todos lados y ser todo muy movido.
–Pero estaba El Diario, también. ¿Cuándo toma conciencia de que su familia es dueña de El Diario?
–Cuando nos enseñaba Arturo Etchevehere de que era de él. Pero había otros que eran dueños. Por ejemplo (Raúl Lucio) Uranga, que era director y se va cuando lo eligen diputado nacional (en 1946). Mi padre era presidente del directorio y de ahí salta a director, y ya de ahí para adelante… Y mi padre repitió siempre en las páginas de El Diario que el fundador fue únicamente su padre. Pero estaban otros: los Laurencena, por ejemplo. Cuando mi viejo llegó a Paraná estaban los Laurencena en El Diario. Mi viejo era muy vivo; habló a accionistas y en una reunión de directorio, en el momento que estaba por hablar Laurencena, él se anticipó y dijo que tenía poderes de otros directores para llamar a votación y designar al director. Y fue él el director. ¡Qué Laurencena, ni qué tanto! A eso no lo hacía cualquiera.
Pero tengo recuerdos muy lindos. Me acuerdo, por ejemplo, que siendo chico, de pantalones cortos o recién puestos los largos, me iba de la casa de mi padre, que estaba junto a El Diario, a eso de las dos de la tarde, a la casa de Raúl (Uranga). Me abrían la puerta, me esperaban con el mate y llamaban a Uranga. Y va mate y charla con don Raúl.
Uranga era una de las personas que yo más admiro, por la formación. Muy carismático. Tenía una formación socialista.
–¿Cómo fue la relación de Arturo Etchevehere con Raúl Uranga?
–Raúl, cuando queda viudo, cenaba todas las noches en casa. Pero mi padre fue muy ambicioso, muy atropellador y se jugó la carta de que Frondizi lo iba a nombrar a él candidato a gobernador. Por eso le ponía a Frondizi un avión a disposición para que haga campaña en la región, y que piloteaba mi hermano Luis (Zahorí). Esperaba que Frondizi diga “Etchevehere es el candidato a gobernador” y que pase por arriba la convención nacional y todas las instancias partidarias. Pero Uranga tenía toda la provincia recorrida palmo a palmo, además de que era un orador de primera. Y claro, Uranga fue gobernador y Frondizi presidente. Un gran presidente, el que mejor recuerdo. La relación de Uranga y de mi padre fue buena en un inicio. En un inicio (risas).
–Está la anécdota de que ambos protagonizaron un duelo.
–Duelo entre comillas. Sí, porque Uranga había comentado ya siendo gobernador que habían visto a mi viejo con un contrincante de él y habló sin nombrarlo de algún “gran canalla”. Y en el baño, Cesarito Corte le preguntó: “che, Raúl, y quién es el gran canalla?” Y Raúl le contestó: “el gran canalla es Arturo Julio Etchevehere”. Y al otro día mi viejo hace una publicación en El Diario, que fue una barbaridad: “¿Quién es el gran canalla: Arturo Etchevehere o Raúl Uranga”. Y allí dice que le da poder al doctor (Guillermo) Bonaparte para hacer acciones contra Uranga. Ahí se baten a duelo, pero no llega a hacerse.
–¿Cómo se fundó El Diario?
–Se fundó como una sociedad en la que estaban los Laurencena, Cándido Uranga, Luis Lorenzo Etchevehere que fue el primer director. Eran varios hombres. ¿Cómo va a hacer un solo tipo el fundador? Eso no resiste ningún análisis racional. Yo siempre escuché esa falsedad, desde la adolescencia, pero eran varios hombres, todos importantes.
Y también en épocas de mi padre hubo gente muy interesante. Por ejemplo Blanco Boeri, Jorge Washington Ferreira. Hasta que luego se vuelve una situación muy dictatorial con mi padre al frente.
–Llega el peronismo y la sociedad se radicaliza: unos y otros.
–Cuando llega el peronismo mi padre se retiró al campo por un tiempo. Yo era un mocoso, pero me acuerdo que me impresionó que llevábamos algunos víveres, algunas ropas y un cajón de whisky. Como diciendo: “hay que pasar el invierno” (risas).
Mi viejo estaba como una figura nueva. Ya había hecho la carrera judicial y convencional constituyente. Era una figura importante y joven. Se casó a los 24 años.
–Se casó con una mujer santafesina, Bonazzola, de buena posición económica.
–Bonazzola era juez, contrajo tifus, y murió cuando mi madre tenía un año de edad. Yo iba a visitar a mi abuela a Santa Fe. Tenía una relación muy profunda, muy cariñosa. Mi abuela era muy conservadora y según mi viejo yo también era conservador. Mi viejo me decía: “che, Raucho, vos sos muy socialista, muy de Alfredo Palacios, pero vos sos más conservador que todos nosotros” (risas).
–¿Cómo era su relación con Don Arturo, su padre?
–La relación mía con Don Arturo tiene un quiebre cuando él se comporta muy mal con las hermanas. Con el escribano Dato hizo hacer un compromiso de la madre de que él le iba a pasar una cuota y a cambio de eso, ella le cedía los derechos de los campos. Después él dijo que por el peronismo, para no correr riesgos de expropiación, hizo transferir esos campos a amigos de él de Santa Fe. Dice él que era para protegerse del peronismo. Yo tendría 15 años cuando se hizo todo eso.
–Comentan que usted era el que se oponía mucho a su padre, cuando a mucha gente le constaba decirle “no” a una orden. Había mucho “sí, doctor” de toda la ciudad a don Arturo.
–Sí, sí. Don Arturo decía que las cosas más fuerte de su vida se las había dicho yo. A mi eso no me costaba; me salía de adentro ser así, sin pensar las consecuencias que podía tener ese enfrentamiento. Te cuento una cortita: una vez viajé con él a Concordia. Antes de viajar, el personal le pidió una entrevista a mi padre para ver si les podía dar una mejora salarial. Y mi padre les contestó: “atiéndanme: ustedes no son periodistas”, y se terminó la reunión. Hicimos el viaje, cuando llegamos le dije: “escúcheme papá; yo en la reunión que usted tuvo con los periodistas, sentí vergüenza de haber sido el hijo suyo, por la respuesta que usted dio”. Yo vivía en una ranchadita para el lado del río, y al terminar de comer me fui allí hasta el otro día que regresé a Paraná.
–Muy fuerte.
–Sí, pero no pensaba en las consecuencias. No me interesaban las consecuencias, era una necesidad que yo tenía de decir las cosas. Te imaginás que yo pasé a ser la oveja negra de la familia, porque nadie se le oponía. Nadie le decía nada. Y así también me enfermaron. A mi me mandaron a Buenos Aires como exilio a que haga una cartera agropecuaria para El Diario. Pero yo me iba al centro de estudios nacionales de Frondizi y me ponía a estudiar allí, cuando ya había caído Frondizi.
–Y la relación con sus hermanos, ¿cómo fue?
–Pero muy interesante (risa). Cuando mis viejos se iban de viaje, Luis (Zahorí, su mellizo) quería pelear a Arturito, pero yo me ponía enfrente. Quizás me hubiese noqueado porque era grande Zahorí.
–¿Qué amigos tenía en la ciudad?
–Era amigo casi hermano de (Marciano) Chano Martínez, que vivía a la vuelta de mi casa. Me acompañó mucho en Concepción del Uruguay cuando me tuve que chupar cerca de un año por cuestiones de salud. Además Chano fue mi abogado en un juicio que me hicieron cuando yo era presidente de la sociedad, porque los que manejaban El Diario no pagaron algunos impuestos. Entonces me hicieron responsable a mí, y yo fui y enfrenté esa situación. Me salvé porque hice una exposición, y con asesoramiento de Chano. Pero yo me había compenetrado mucho con el caso y eso me salvó.
–¿Por qué estudió Derecho? ¿Por mandato familiar o por vocación?
–Yo empecé a estudiar Medicina en Córdoba. Pero me resultaba distante por el desarraigo. Y así, a los pocos meses de haber empezado Medicina, me pareció más práctico inscribirme en Abogacía en Santa Fe. Mi madre se veía como una mujer enferma y quizás ella me influyó para que estudie para médico. Mi madre se veía como una mujer muy enferma. Tanto que cuando se enfermó no lo dejaba entrar a mi padre en la habitación para que no la viera en ese estado. Cuando mi madre murió, me dieron la noticia en el trabajo. Yo estaba de juez de primera instancia. Y fui inmediatamente a la casa. Allí encontré a mi padre que salió llorando de la habitación. Me abrazó y me dijo: “Raucho, yo la maté”.
–¿Por la vida que le hizo llevar?
–Sí, la tenía como una esclava. Era una mujer muy buena, muy buena. Atendía mucho a la gente que iba a disertar al Ateneo de El Diario.
–Era muy sensible con los trabajadores, comentan. ¿Usted cree que sacó algo de ella en su forma de ser?
–A mi padre le gustaba ayudar a muchos artistas. Hubo uno, Szabo, que tuvo una hija, Anikó Szabo, una gran artista igual que su padre. Excelentes pintores. Con Szabo fuimos a una conferencia de Frondizi. Me dijo aquella vez: “Raucho, a usted le dice que es muy parecido a su abuelo, pero se lo dicen porque es varón y por la piel trigueña. Pero usted tiene los rasgos de su madre”. Las facciones son de mi madre.
–Puede ser, pero es impresionante el parecido con su abuelo, Luis L. Me parece que estoy hablando con la foto que uno tiene visto.
–Vos me querés halagar (risas). Pero no es mucho halago.
–Fue un gran gobernador de Luis L.
–Sí. Pero mi viejo era producto de Luis L. ¿Y cómo fue su educación? El gran demócrata, cuando sus hijas querían ir a un baile le preguntaba a mi padre: “patroncito, ¿usted qué dice?, ¿deben ir al baile?”. Y él contestaba, por ejemplo: “no, no, que no vayan”. Y él era chico; era el del medio. Tenía tres hermanas mayores y tres menores. Una mujer había fallecido antes. Y él decidía por sus hermanas. Ya era un dictadorzuelo. Luis L. hizo de su hijo Arturo un führer cuando era un gurí.
–¿Y qué sabe de su abuelo, en cuanto a la forma de ser, más allá de esto que cuenta, que es muy revelador?
–Yo conocí a la familia, porque me hice muy amigo de mis tías. Iba y hablaba mucho con ellas. Me quedaba horas hablando con la menor, Babiche: la más inteligente de todas y la más enferma, según consideraba Blanca, la hermana mayor. Una vez, siendo chiquilina, el padre, Luis L., le pidió opinión sobre un asunto. Se la dio, pero al padre no le gustó. Babiche era una chiquilina y consideró que era una exuberancia una decisión que había tomado el padre, y cuando le dio su opinión, requerida, el padre le dio un levante tremendo. Y desde ese día nunca más se pudo sentar a la mesa a comer con el resto de la familia. Eso sí, debo reconocer que Don Arturo la protegió mucho. Le prestaba una casa.
Viaje tras la cortina de hierro
–¿Cómo surge el viaje a Rusia?
–De manera muy interesante. Fue en 1957. Me entrevistaron tres personas para que vaya al festival de la juventud. También me vio Pascual Glausser. Le conté a mi padre que me habían invitado al viaje. Y él me contestó: “A mí no me interesa conocer Moscú. ¿Me entendés?”. Igual, yo tenía decidido ir. Le comenté a mi madre y ella fue a hablar con mi viejo. Le dijo: “che, Arturo, a vos no te vinieron a invitar; lo invitaron a Raucho”. De ese modo lo puso en caja. Después de eso viene mi viejo y me dice: “Estuve hablando con tu madre, y andá a Moscú. Pero yo te voy a dar la plata para el pasaje y nada más”. Fui en la comisión de periodismo, que presidía el poeta Juan Gelman.
Fuimos en barco en tercera clase. “Te doy plata para el pasaje y de ahí te la arreglás como podés”, me dijo. La plata era de mi abuela, de mi madre también, pero él decía “yo te pago”. Fui a Moscú y de allí mandaba notas para El Diario. Viajamos como veinte días hasta Génova y de allí fuimos en tren ruso a Moscú.
Le hablé al hijo del representante oficial de El Diario en Buenos Aires, y le pedí, como gauchada, que me consiga rublos. “Raucho, no hay un solo rublo en Buenos Aires. No tenemos relación con la Unión Soviética”, me contestó.
Yo tenía un amigo, Quico Meuadi, que fue codirector de El Diario. Con él estudiábamos juntos. Le pregunté si me quería acompañar a patear todo Buenos Aires para conseguir rublos. Se entusiasmó y fuimos. El peso era una moneda fuerte. Conseguí rublos y pude comprar mucho. Me llevé una valija llena de rublos y yerba a Moscú. El tema es que cuando llegamos vimos que teníamos ticket para todo, para comer, para andar. ¿En qué iba a gastar rublos? En un gorrito nomás (risas).
Y bueno, ahí surgió el conservador que mi padre veía en mí, según parece. Porque nos quedamos varios meses y la gente empezó a necesitar plata. Podían ir a cambiar al banco, pero yo puse una cotización que era mejor a la que daba el banco y me permitió una ganancia para poder quedarme. De mi familia me escribían para preguntarme de qué estaba viviendo. ¿Estás de mozo en Moscú?, me preguntaban.
–De regreso cae en la lista negra de la dictadura. Hace unos meses, el gobierno argentino dio a conocer una lista de los servicios de la dictadura militar y ahí estaba su nombre: el único entrerriano vivo en esa lista.
–Claro. Caigo y me entero de que estoy en esa lista. Pero yo pude llegar al mandamás de la Side, a través de Jorge Washintong Ferreira. El tipo que me atendió me dijo: “esto no se borra. Usted quiere borrar un documento del Estado y eso es imposible. No hay ninguna posibilidad. Lo que yo puedo hacer es que usted haga su descargo, y yo adjuntarlo al expediente”.
–¿Cómo se define ideológicamente?
–Como un librepensador. Ahora vendí un campo en Salto. Un campo que compré con el dinero de otro que vendí en la zona de Las Cuevas, en Victoria, y me siento liberado.
Vidas de diarios
–Usted ya conoce la zona donde vive desde hace muchos años. Ahora está en Salto, pero algún tiempo fue director del diario Concordia.
–Exacto. Vine a cumplir la misión imposible de dirigir un diario que había estado allá en lo alto y que fue cayendo. Mi padre tenía esa capacidad de hacer cosas geniales, pero a veces también dudo de su genialidad. Por ejemplo: hizo el diario Concordia y lo puso de director a Mario Alarcón Muñiz. Un directorazo, un lujo. Un director que llevó el diario allá a lo alto y lo convirtió en un pequeño Clarín. Pero luego, por algún comentario, algún chusmerío que le llevaron, luego mi padre lo saca. ¿Y a quién lleva? A Spector, que tenía un negocio de bazar en Paraná (Las Pichinchas) y al Gordo Baranoff. Claro: el diario se vino abajo. Al final caí yo de director en los años en que gobernaba Alfonsín.
–Alarcón Muñiz publicaba las listas de detenciones de la dictadura, y eso en los juicios por delitos de lesa humanidad se valoró como un resguardo para los presos y su integridad.
–Claro. Era un gran director. Pero ahí tenés la decisión de mi padre. Te la cuento para que te des una imagen completa de don Arturo. Porque todo hay que saberlo. La verdad debe ser contada plenamente. Una vez en Paraná me preguntaron mi apellido y le respondí. “Ah, ¿usted es Etchevehere? Yo pensé que Etchevehere era uno solo: el que sale en las fotos publicadas”, me contestaron (risas).
–¿Cuál fue el éxito de El Diario? Un medio que fue solvente, influyente y exitoso.
–Claro. Un diario importantísimo a nivel del país; un diario de mucho respeto. Con plumas brillantes: Blanco Boeri, Jorge Washington Ferreira, Marelino Román, Jorge Ferreira Bertozzi…
–…Amaro Villanueva, Juan L. Ortiz, Guillermo Saraví…
–¡Imaginate! Juan L. Ortiz. Y para contestar, creo que el secreto del éxito fue en gran parte mi padre. Era bueno para los negocios. Compraba bien, vendía bien. Tenía una gran personalidad para los negocios. Fue un gran empresario. Un tipo brillante. Y era de personalidad. Un día emitió un cheque volador, que obviamente lo rechazaron en el banco. Y el gerente lo llama a mi padre y le dice: “pero doctor, cómo me hace ésto, de pasar un cheque volador”. Mi padre le gritó: “miré señor, usted es gerente, y los gerentes están para ge-ren-ciar. ¿Me entendió?”. Y le cortó el teléfono (risas).
Claro, El Diario ya era solvente e influía en los movimientos de dinero, con plazos fijos, de los bancos locales.
Un día a mi padre se le pone que va a vender los campos. Publicó un aviso poniendo en venta los campos. Se fue a Las Margaritas, como para quedarse ahí definitivamente. Y al rato caen algunos empresarios, entre ellos uno que era Kohan, a comprar. Los recibe, toman unos whisky. Y le contesta: “si ustedes son interesados en la compra del campo, es que esto es un gran negocio. Entonces yo ya no vendo”. Se tomaron unos whisky y se volvieron sin nada los interesados.
–¿Cómo surgió la venta de El Diario?
–Yo pensé que a El Diario había que venderlo porque era un agujero negro. Yo decía: hay que vender todo. Diarios, shopping, todo. Mi padre lo sabía, porque si bien era un genio para los negocios, luego ya estaba grande. Y quizás me comprende en las generales de ley, pero creo que cuando se tiene 80 años quizás uno no está tan lúcido para los negocios. Y si querés sabér cómo estaba El Diario, hacele una nota a (Walter) Grenón (N. de la R.: comprador de El Diario que luego vende a Ramiro Nieto).
–Grenón vendió.
–Sí, vendió, pero sabe cómo estaba El Diario. Los otros días yo salía del (café) Flamingo. Y venían dos o tres mujeres muy interesantes, con dos hombres. Y uno de ellos, un rubio, me toma del brazo y me saluda. “Qué tal Raucho”, me dice. “Que tal; cómo te va”, le respondí. Me senté. Ellos estaban en una mesa cercana y nos pusimos a hablar. Yo no sabía quién era Grenón, pero ya le había vendido El Diario. Y desde la mesa de al lado me pregunta: “Che, Raucho, ¿qué va a hacer Arturito con la plata que le pagué?”. Le contesté: “no tengo la menor idea, porque yo creo que cuando te morís no te llevás ni un palo al cajón” (risas). “Yo te tengo que preguntar a vos”, le dije. Arturo le vendió hasta los galpones del stud, frente al hipódromo. Y después Grenón le vendió el paquete accionario al gobierno (sic). Qué sé yo, qué me miran a mí (risas).
La debacle de El Diario cuando mi viejo autorizó a que saquen dinero de El Diario para Etchevehere Rural, que se supone que andaba mal.
–No sé si me va a querer contestar, pero se especula mucho con el precio que se pagó. Hay quienes hablan de seis o siete millones de dólares.
–La venta (risas, y por primera vez el entrevistado mira para afuera, tras el vidrio de la cafetería). Bueno, eso más o menos fue una venta de… no lejano a eso.
–¿No le pesa haberse desprendido de El Diario?
–A mí no me pesa nada. Esa fue una respuesta que le dio a mi padre un empresario, de apellido Bidner, que tenía muchos negocios y campos. “¿Usted a veces no se arrepiente a veces de algo que hace?”, le preguntó don Arturo. “Yo no me arrepiento de nada”, le contestó Bidner. El mismo decía que lo que cuesta es el primer millón, los otros vienen fácil. Yo tampoco no me arrepiento de nada.
–¿Cuál es el recuerdo más viejo que usted tiene de El Diario?
–No sé si el más viejo, pero recuerdo cuando escribía sobre turf las notas que me enseñó a hacer Moises Jarupkin, que era un sabio. Increíble cómo escribía a vuelo de pluma, sin tomar apuntes para luego pasarlo, sino de corrido todo. Con Jarupkin íbamos al hipódromo, a la cancha a hacer las crónicas. Recuerdo esa época, donde estaba Luciano Cozza, Elio C. Leyes, y más adelante gente con la que me llevé muy bien, como Juan Carlos Lerena, Jorge Campos. Mucha gente excelente.
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Libros y mujeres
“Los libros me salvaron la vida”, dice Raucho cuando se le pregunta por su afición a la lectura.
–Usted es muy lector.
–Sí, me ha gustado leer siempre. Yo digo que soy sartreano. Mis autores favoritos son Jean Paul Sartre y Albert Camus. Los libros me salvaron la vida. Además que me enseñaron a escribir, claro. Camus sostiene que el problema serio de la filosofía es el suicidio. Los otros días leía que hay más muertos en suicidio que en todas las guerras. Eso de “para qué seguir viviendo”.
–¿Alguna vez fantaseó con el suicidio?
–Y… todos fantaseamos con el suicidio un poco. Yo he visto gente se origen sencillo que se acuesta a dormir y ya a la mañana no está más. Creo que toda persona tiene su vida trazada.
–¿Cree en el destino?
–Estamos acá por un descenso. Por razones no muy halagadoras caemos en la tierra. Yo estoy en esta vida por algún castigo anterior.
–¿Cree en la reencarnación?
–Somos energía que se reconvierte. Sí, creo.
–Yendo a algo más terrestre, las mujeres han sido también algo importante en su vida.
–Hay una verdadera revolución de la mujer. Son más capaces en todo. Sí, siempre me gustaron las mujeres. Me cuentan que cuando yo tenía cuatro años, le pedía a una mujer del campo que me lleve hasta la tranquera a ver si encontraba a una chica que se llamaba Mariclós, en el campo de los Mihuras. Ya desde entonces me gustaban las mujeres.
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Tragedias
Raucho tuvo cuatro hijos y le quedan dos. El primero falleció en una tragedia doméstica cuando era apenas un bebé. El tercero decidió poner fin a su vida cuando transitaba la adolescencia.
Como con todo, Ivar trata el asunto sin apartarse de la filosofía que siempre le gustó conocer y leer. “Camus sostiene que el problema serio de la filosofía es el suicidio. Los otros días leía que hay más muertos en suicidio que en todas las guerras. Eso de para qué seguir viviendo”, dice. En la charla alude a las autodeterminaciones en distintas culturas y dice que la decisión de poder poner fin a la vida es algo que acompaña siempre el pensamiento el hombre.
–¿Alguna vez fantaseó con el suicidio?
–Y… todos fantaseamos con el suicidio un poco. Yo he visto gente se origen sencillo que se acuesta a dormir y ya a la mañana no está más. Creo que toda persona tiene su vida trazada.
Raucho tiene una hija que vive en Rosario, que “se dedica a los temas espirituales”, y que ha tomado distancia de la vida entrerriana casi por completo. En cambio su hijo menor sigue ligado a la ciudad, aunque un día decidió dejar de lado el yuppy que estudió en Suiza, el empresario prolijo y adicto al reloj y las reuniones, para dedicarse a la vida reflexiva junto a la familia que formó y así buscar la paz que a su padre le ha costado más encontrar.
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En la mira de los dictadores
“Los entrerrianos prohibidos” era el título de una nota que contaba que el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner dio a conocer una lista negras que fueron encontradas en un edificio de la Fuerza Aérea. Allí aparecían los nombre de nueve entrerrianos, entre escritores, pintores, dibujantes, artistas, periodistas y docentes que engrosaron listas armadas entre los años 1979, 1980 y 1982. “Artistas como Juan José Manauta, Israel Hoffmann y Héctor Santángelo, por ejemplo, componen las nóminas de perseguidos políticos. Se trata de personas con una reconocida militancia comunista a quienes se les impidió trabajar durante la última dictadura cívico-militar. Sin embargo, las actas no están exentas de curiosidades, entre ellas el caso de Ivar Etchevehere, ex propietario de El Diario”, escribió por entonces esta revista.
Sobre la foto de portada: tomada durante la campaña proselitista de Arturo Frondizi, quien aparece en la fotografía acompañado por Dolores Bonazzola y Arturo J. Etchevehere. Raucho aparece con círculo rojo.