10/07/2021 - Con ojos de inquilina

Paraná por primera vez

Ser paranaense es, también, haber nacido en otra ciudad. A la importancia de ser la capital de una provincia, tanto más de un país, Paraná la conoció en distintos años y con distintas suertes. En 1854, la incipiente urbe recibía a personas de todo el país y de más allá también. Pero esa suerte fue inversa en 1861, cuando dejó de ser capital de la Confederación Argentina y la gente ya no venía a vivir a la ciudad con nombre de río. Más de dos décadas después, en 1883, cuando el gobernador Racedo le devolvió la condición de capital a la ciudad, para furia y daño de los uruguayenses, otra vez Paraná fue el hogar de muchas personas que la hacían suya. La periodista Emilia Elizar cuenta una historia. Cada vez que alguien llegaba a vivir a Paraná, la ciudad también edificaba parte de su propia historia. Una suerte de “cosmopolitismo” regional ha sido la constante que enriqueció a la capital de Entre Ríos.

Emilia Elizar

-Jorge, decime un tema.

-¿Un tema de qué?

-Para escribir. 

-La vaca.

-No, en serio. ¿Nunca más quisiste ser Coordinador de Redacción?

-Escribí sobre cuando viniste a Paraná.

***

Eso es un problema, Jorge. No recuerdo cuándo fue el primer día que vi Paraná con mis propios ojos. Aunque supongo que hasta entonces habrá sido un paisaje difuso, se me habrá ocurrido que era como Rosario del Tala o Villaguay. Ahí sí que había estado. 

En Villaguay mi abuela me festejaba los cumpleaños al que iban un montón de gurises del barrio. Todos desconocidos. Mi tía animaba a los invitados disfrazada de payaso mientras sonaba una canción de Xuxa, y yo soplaba una vela rodeada de un montón de gente a la que me daba vergüenza sonreír. Y si no me creés, sólo hay que ver las fotos. Papá, los abuelos, los invitados, el conejo de la torta… Todos sonriendo, menos yo. 

Recuerdo en cambio algunas primeras imágenes de la gran ciudad. Un enorme cartel con un elefante y la leyenda “mudanzas” que veía desde la ventanilla del colectivo; una casa que mi viejo alquilaba con amigos; una plaza con calesita; la noche iluminada de luz artificial, la posibilidad misma de habitar la noche. Por aquellos días tendría 6 o 7 años. 

“¿Querés venir a vivir conmigo a Paraná?”, me preguntó papá un día. No recuerdo qué respondí. Debo haber dicho que sí por ser complaciente. Ni siquiera sé si consideré otra opción.

Hasta ese momento mi vida era la que transcurría entre dos abuelos maternos jóvenes, en un puesto de estancia perdido en la inmensidad de sus 6 mil hectáreas; una escuela de campo; la AM que llegaba de Villaguay; la máquina de coser de mi abuela; y el canal de aire en el que sobre el mediodía aparecían los Hermanos Cuestas y que por las noches mostraba a un grupo de varones hablando de política, en una escenografía adornada por vedettes. 

Jugaba a ser conductora de televisión, bailarina o cantante. Mi público eran los cebúes sobre un alambrado que dividía la vivienda de la parcela lindante. Allí los inviernos eran crudos y las noches caían sobre la casa como un manto de estrellas infinito. No había nada que interrumpiera esa extensión, que no fuera el horizonte mismo. Tenía dos amigas, una dentro y otra fuera de la estancia. Por lo que el día que efectivamente pisé Paraná con ojos de inquilina, como quien se apronta a vivir en un lugar que no le es propio, el contraste fue mayúsculo. 

Unas tras otras se sucedían las casas, los edificios, las calles, las plazas, los autos, los carros, los pibes jugando en las esquinas. Unos tras otros los kioscos, las tiendas de ropa, las librerías. Miles de colores en movimiento sobre un lienzo de cemento. 

En medio de ese caos, el primer descubrimiento nítido fue el barrio. Un plan de viviendas donde una casa aparecía pegada a la otra, todas iguales, sin distinción. Podría haber entrado en cualquiera de ellas y no notar diferencia alguna. Esa particularidad solo vino con el paso del tiempo y la invención arquitectónica de los moradores. Entonces sí, donde nosotros, a metros de uno de los barrios más pobres de la ciudad, habíamos armado un patio que emulaba la sabana brasileña, la vecina había montado un lavadero.

Lo segundo que debo haber notado era el enorme patio interno de la escuela, sus baldosas de granito gris, los cientos de niñas y niños que cabían ahí. Porque la verdad es que en la escuelita del campo, si no hubiera sido por los hermanos Quirós, no hubiera valido la pena usar los dedos de las manos para contar.

En ese barrio, en esa escuela, conocí esa libertad callejera, adolescente, despreocupada. Una libertad que iba ganando esquinas y territorios, como en esos juegos de mesa que entonces no conocíamos.

Por eso, si me preguntás por la primera Paraná, para mí no fue la de los paisajes del Parque Urquiza, ni su Costanera, ni su río. Todo eso vino después. La primera Paraná fue la de esa patria que se extendía desde el Supermercado Toloy hasta la canchita de básquet del 33 Orientales. Porque la primera Paraná fue la del barrio, la de la lealtad de los amigos, la de esos pibes que me siguieron en bicicleta hasta mi nueva casa cuando, años después, mis viejos decidieron mudarse a la otra punta de la ciudad.

La ilustración corresponde al artista Jaimo (Ricardo Jaimovich) y forma parte de la portada del libro “Aguafuertes Fluviales de Roberto Arlt. Crónicas y fotos de un viaje por el río Paraná”, una antología realizada por Emilia Elizar y Silvio Méndez.