Llegó a estas tierras escapando de la orden de muerte que pesaba sobre él en Europa. Formó una logia, dio no pocos golpes contra naves mercantes y en Paraná vivió una batalla épica.
Jorge Riani
La calle es de cemento armado y eso le otorga una tonalidad gris clara con la que se abre paso entre grupos de casas de una uniformidad herida por la pintura o el revoque rebelde. Como “las casas amarillas” se las conoció a esas viviendas allá por la década de 1980, ubicadas frente a “las casas marrones” y “las de ladrillo visto”. Entre todas conformaron el barrio Rocamora II e inauguraron una modalidad urbana con características novedosas para el momento: fuerte intervención estatal en su construcción, propiedad horizontal de dos plantas, alta densidad habitacional por metro cuadrado y la aludida uniformidad estética. El lugar fue ocupado por la clase media imperante que luego soportaría los avatares de los tiempos: trabajadores advenidos, muchos, a desocupados o dependientes precarizados.
En el interior de las fincas la funcionalidad de los muebles constituye un valor que se impone sobre la estética. Y en una de esas casas, en medio de la funcionalidad, desde una de las paredes del living un cuadro de dimensiones de mural se roba toda la atención del cronista: Giuseppe Garibaldi mira reposando, con su uniforme de batalla y el pie herido en guerra.
Los dueños de casa aseguran que se trata de un legado familiar que viene desde la época en que el personaje histórico caminó estas regiones como prefacio de un tiempo que lo llevaría a convertirse en el máximo héroe de Italia. El artífice de la unificación de la nación peninsular.
Es posible que el cuadro del barrio Rocamora sea, efectivamente, un rastro de los tiempos en que Garibaldi ganó su primera fama a golpe de artillería por tierra y río. Se lo ve con una herida de guerra, aunque no la más grave que sufrió, precisamente, en las costas del río Paraná en una batalla memorable, no exenta de misterio. Lo hace pensar un poco el hecho de que no es joven en la imagen, pero es muy probable, según los expertos, que haya posado para el registro del autor.
Derrotero
Garibaldi llegó al Río de la Plata en 1836 blandiendo una causa por la cual muchos hacía en trayecto contrario, es decir se exiliaban: el liberalismo republicano. Con Rosas gobernando la hasta entonces imbatible Buenos Aires, no eran buenos tiempos para hablar de república, ni constituía la mejor carta de presentación identificarse como parte de los movimientos juveniles y políticos como la Joven Italia.
Aventurero evidente, corsario confeso, pirata para algunos, héroe para otros, lo cierto es que Garibaldi no vino en busca de quietud. Con menos de 30 años de edad había partido del viejo continente con una orden de muerte sobre su persona y no por otra cuestión que no sea vivir apasionadamente sus ideales.
Había arribado primero a Río de Janeiro, donde se vinculó con emigrados italianos y no tardó en identificarse con la revolución liberal “que traducía la aspiración de los brasileños a gobernarse por sí mismo, liberándose de la autoridad despótica de la monarquía y el clero”, interpreta el escritor y periodista Amaro Villanueva.
De allí en adelante el derrotero de Garibaldi sería febril e inestable. Armarse y luchar eran dos acciones que lo pusieron en el centro de una vida convulsa. Navegó con embarcaciones precarias y se procuró víveres, armas y naves por medio de la fuerza, pero claramente destinada a la causa de la independencia del Estado de Río Grande del Sur. En otras palabras, el aventurero italiano se ponía como enemigo al poderoso Imperio del Brasil.
El gobierno republicano por el que entregó su lucha, otorgó a Garibaldi la patente de corso, que lo autorizaba a “cruzar los mares y ríos por donde trafiquen barcos de guerra o mercantes del Brasil, pudiendo apropiarse de ellos o tomarlos por la fuerza de las armas”. Era un corsario y así se define en sus memorias.
El resultado de los primeros encuentros navales no fueron los esperados por Garibaldi y pronto estaría en tierra firme, en un pueblo que ocupará un lugar central en su historia y sus memorias: Gualeguay. La localidad entrerriana fue su prisión, acusado de los desmanes fluviales y de toda su actividad de corsario.
Entre Ríos estaba gobernada por Pascual Echagüe, un rosista que no simpatizaba con las causas de la Joven Italia y su figura deslumbrante, la misma que arribaba a la provincia. Sin embargo el trato del gobernante con el preso célebre no tuvo ni un ápice de esa hostilidad que las horas le reservaban al italiano.
Tanto fue así que cuando arribó a Gualeguay, Garibaldi recibió la atención del médico personal de Echagüe, puesto a disposición por éste. Las horas de flexible cautividad transcurrieron entre actividades sociales y paseos al aire libre, siempre con los límites de la localidad gualeya.
“Decían que el gobierno vería mi fuga sin gran pesar”, contó en sus memorias, prologadas por Alejandro Dumas. Las horas le quitarían razón: cuando concretó la huida pergeñada a cargo del gobierno estaba “un cierto Leonardo Millán”. A la sazón el despiadado torturador del futuro héroe de Italia, el mismo que puebla con su figura volcada al bronce cuanta plazas haya en la península itálica, lo mismo que en el parque de Palermo de Buenos Aires y en nuestra Plaza Alberdi, de Paraná.
Garibaldi recibió ayuda para su fuga, de parte de los mismos que comerciantes, masones muchos, que le dieron atenciones y amistad en sus ocho meses en que estuvo en Gualeguay. Pretendió huir por el sur hacia Buenos Aires pero el baqueano que le consiguieron sus amigos lo traicionó y Garibaldi fue apresado.
“Me ataron las manos en la espalda, me pusieron a caballo, y después me ataron también los pies, como habían hecho con las manos, sujetándolos a la cincha del animal. Fue en tal estado que llegué a Gualeguay, donde, como se verá me esperaba un tratamiento aún peor. Todavía hoy, y ya han pasado bastantes años, me estremezco cuando pienso en esas circunstancias de mi vida”, narró.
Efectivamente, con todo, las peores horas no habían pasado todavía. Lo llevaron ante Millán, quien le preguntó por los nombres de los que colaboraron con su fuga. El mutismo del italiano enfureció al militar-gobernante y mayor fue la ira cuando lo único que recibió por respuesta del prisionero fue un escupitajo en la cara.
“Llegado a la habitación que me estaba destinada –escribió sin exagerar el dramatismo–, los guardas me dejaron las manos atadas a la espalda, me colocaron en las muñecas una nueva cuerda, y me pasaron la otra extremidad a una viga, suspendiéndome a cuatro o cinco pies del suelo… Quedé dos horas en esta horrible posición. El peso de mi cuerpo sobrecargaba en mis puños ensangrentados y en mis hombros dislocados. Me parecía estar sobre brasas”.
Antes de que despierte estaba ya metido en el cepo. “Había andado con las manos y los pies atados a través de pantanos, cincuenta millas. Los mosquitos, numerosos y embravecidos en esta estación, habían convertido mi rostro y mis manos en una gran llaga. Había sufrido durante dos horas horribles torturas, y cuando volví en mí, me encontré atado con un asesino”, contó.
Fue ese, en parte, el tratamiento que recibió en Entre Ríos un hombre movido por un ideal, el embrión de un héroe que logró –años más tarde– la unificación italiana y la conformación de ese país europeo.
En Paraná
Misterio es la palabra que podría aproximarse a describir no pocos pasajes de la batalla naval que libraron sobre el río Paraná el italiano Giuseppe Garibaldi y el irlandés Guillermo Brown.
Combatieron frente a la isla Martín García, en las aguas del río Uruguay, también ante las costas de Paraná y, en lo que fue la batalla más memorable, frente a la ciudad de La Paz.
Garibaldi avanzaba río arriba abriéndose camino ante un bloqueo. Desafiaba el poderío de la Confederación al mando del implacable Juan Manuel de Rosas.
La intención del italiano era llegar hasta Corrientes para dar respaldo a esa provincia, que se había levantado contra el poder del dictador porteño. Lo hacía bajo las órdenes del gobierno de Montevideo, a cargo de Fructuoso Rivera, y la empresa resultaba demencial desde su diseño: una escuadra cuatro veces superior siguiéndole la marcha y todo el trayecto de siete millas con márgenes enemigas armadas con cañones y el interés de probar blanco contra el italiano y su precaria formación.
Ya había fracasado en idéntica misión un comodoro norteamericano llamado John Coe. Todo era desaliento y desigualdad para los antirrosistas comandados desde Uruguay. En los momentos de mayor dramatismo, la tenacidad, la respuesta creativa y el azar evitaron un desastre mayor.
“Cuando dejé Montevideo, había para apostar cien contra uno que nunca regresaría”, evaluó Garibaldi en sus Memorias. Así y todo, el aventurero e idealista italiano se lanzó al río para escribir uno de los capítulos más increíbles de su vida. Todavía no era el héroe de la unificación italiana, pero ya tenía experiencia en andanzas bélicas. La brutal tortura a la que fue sometido en Gualeguay no alcanzó para desalentar su decisión de lucha por los ideales republicanos.
Ingresar a las aguas del Paraná era una tarea harto difícil para la armada antirrosista. Tuvo que desplazarse frente a la batería instalada en el promontorio de la isla Martín García, y fue ahí donde se encendió el primer enfrentamiento.
Garibaldi logró salir ileso e ingresó al Paraná pese a la enorme descarga de municiones pesadas. El primer desafío estaba superado pero empezaba un trayecto aciago y casi suicida.
A no más de tres millas de haber dejado atrás la batería enemiga, la principal nave de Garibaldi, la goleta Constitución, quedó varada. Sus soldados estaban en plena tarea de transportar la carga más pesada a la goleta Prócida cuando advirtieron la presencia de la escuadra de Buenos Aires, con el almirante Brown al mando.
Las opciones eran: continuar todo el mundo intentando mover el barco o empeñarse en una nueva y dificultosa batalla. “El enemigo avanzaba soberbio, segurísimo de la victoria con sus siete fuertes barcos de guerra, mientras nosotros sólo teníamos uno, y débil por añadidura”, narró Garibaldi.
El final parecía estar cantado, pero nadie contaba con que también el Belgrano, buque almirante de la Armada de Buenos Aires, correría la misma suerte: encalló, aunque a tiro de cañón de sus enemigos inertes pero decididos.
Una combinación de viento y niebla jugó decididamente a favor de Garibaldi. Cuando el sol ascendió, una densa neblina corrió por el estuario y unos minutos después, el traslado de materiales de una nave a otra terminó por aliviar la situación, y la endeble formación al mando del italiano logró retomar su ruta fluvial.
La niebla jugó doblemente a favor de la escuadra menor. Al tiempo que permitió la huida, mantuvo oculta la decisión de remontar el Paraná. En otras palabras, desde las naves de la artillería porteña no pudieron ver qué ruta fluvial tomaron los enemigos en su viaje hacia Corrientes. Así, cuando Brown logró desencallar, comenzó a navegar por el Uruguay puesto que consideró que Garibaldi había emprendido por allí su travesía. Fue un error en el que cayó el marino irlandés. Un error inducido desde Montevideo, que había echado a rodar falsos informes que daban cuenta de que ese sería el camino elegido.
Todo eso le permitió ganar tiempo y distancia a Garibaldi. Así llegó hasta la costa de Paraná, conocida aún como Bajada. Desde la batería instalada donde hoy se erige el monumento a Urquiza, las fuerzas de la Confederación rosista intentaron derribar la flota comandada por el italiano.
La necesidad de proveerse de alimentos obligaron a más de un desembarco en las proximidades de Paraná –uno de ellos cerca del arroyo Las Conchas–, y eso trasladó el enfrentamiento a tierra. Cada choque era pérdida de vidas, pero no las que alcanzarían a torcer el resultado de una batalla.
La hostilidad desde tierra no cesaba y las naves de Garibaldi pronto llegaron a la altura de de Cerrito. Un nuevo obstáculo dificultó las cosas a la escuadra de Montevideo: la falta de viento y la corriente de frente debido a las curvas del río, obligaron a navegar a la sirga, es decir remolcando con cuerdas los barcos desde tierra. Unos empujaban, otros se defendían con fusiles y cañones. El trayecto, para las tropas garibaldinas, terminó a la altura de Caballú-cuatiá, sobre la ribera del departamento La Paz, se produjo en medio de una bajante que no tenía precedentes en un siglo. Navegar era todo un desafío difícil de sortear.
Lo de Garibaldi puede entenderse como una audaz locura. Ancló los barcos cerrando el paso a la flota de Brown y dispuso hombres en tierra para que ataquen. Hubo una tensión de horas, frente a frente, pero con posibilidades sobradas a favor del irlandés.
En la madrugada del 26, la escuadra de Buenos Aires comenzó a atacar. Los cañonazos dañaron los barcos y la gente de Garibaldi sumaba otra actividad febril para sobrevivir, como es evitar el ingreso de agua en las naves. La fatiga se adueñaba de la situación, el frío de un invierno crudo se hacía sentir, pero el desaliento no estaba entre las opciones de Garibaldi.
El cuadro era dantesco. Decenas de muertos componían el cuadro y el gemido perpetuo de los heridos atravesaba el aire.
La flota iba a dar respaldo a Corrientes, pero de Corrientes retacearon el envío previsto de apoyo. No había nada para hacer, y huir no se podía por la falta de calado.
Entonces Garibaldi dispuso armar un polvorín con todo cuanto mejor sea para la combustión. Hizo regar de aguardiente todo y juntó la pólvora de la que disponían para poder encenderla con mechas.
Cuenta Villanueva que muchos de los tripulantes, al verse ante semejante derroche de aguardiente, bebieron desaforadamente hasta quedar exhaustos. Fue otro duro golpe para la diezmada escuadra. “Nos salvó la explosión de la Santa Bárbara de la flotilla, que se produjo de un modo imponente y terrible, atemorizando al enemigo, que dejó de perseguirnos”, contó Garibaldi. Describió que “algunos hombres borrachos desgraciadamente volaron entre los pedazos de nave”.
Tras nadar lo necesario, Garibaldi y sus sobrevivientes arribaron a tierra firme. Caminaron tres días por pantanos hasta llegar a Corrientes. Todavía le faltaba escribir la más ilustre de sus páginas: la que lo presenta como el padre de la Italia unificada.