“Cuando en el mundo aparece un verdadero genio, puede identificársele por este signo: todos los necios se conjuran contra él” (Jonathan Swift). Lo que sigue, es un escrito de María Celeste Mendaro, que hoy cumpliría 63 años.
María Celeste Mendaro
“Cuando en el mundo aparece un verdadero genio, puede identificársele por este signo: todos los necios se conjuran contra él” (Jonathan Swift).
A veces, la memoria deja un hueco vacío, como después de despertar de un sueño feliz, con el rastro de la felicidad pero sin su peripecia. Así fue para algunos la lectura de obras de la infancia y la adolescencia, en las fiestas pueblerinas, o en los inviernos lluviosos de las bibliotecas, llenas de libros donde no se distinguía entre obras para adultos o para chicos. Es posible haber leído como en una bruma “Los siete locos” o “La isla del tesoro” sin percibir la importancia o no de sus autores. Cuando se tiene la edad del descubrimiento esos libros están allí junto con Salgari, o Las aventuras de Polyana, irradiando parecida luminosidad, el mismo interés voraz.
Una vez de adulto se descubre en la biblioteca de un consultorio médico una revista que, entre promociones de nuevos medicamentos y artículos científicos, cuenta la historia de una frase oída por casi todo el mundo y cuyo origen remite a una secreta cofradía. La Cofradía de los que descubrieron en la adolescencia buena parte de la novela “La conjura de los necios”, o los que leyeron el primer párrafo de ella, en un lugar tan inocente o aburrido como un consultorio o una peluquería. A partir de allí comienza un deseo febril por rescatar ese texto perdido, o concluir ese primer párrafo leído furtivamente, entre propagandas de lo último, ultísimo, para la presión arterial. De golpe, uno empieza a descubrir la cara de las personas a quienes pregunta por la novela. “He entrado en la secreta cofradía militante”, se siente esta frase, humildemente, en el silencio compasivo con se es mirado. Esas personas no tan conocidas, con cierta superioridad pero con afecto nos miran como si dijeran: “Ah, yo ya conozco esa fiebre”.
En la librería del Ateneo del Paraná toqué con alegría la tapa amarilla, de la edición de Anagrama de 1996, por un precio irrisorio comparado con la grandeza del texto. Un hermoso y conciso prólogo de Walker Percy, explica su propia historia con el libro: “En 1976 yo daba clases en Loyola y un buen día empecé a recibir llamadas telefónicas de una señora desconocida. Lo que me proponía esta señora era absurdo. No se trataba de que ella hubiera escrito un par de capítulos de una novela y quisiera asistir a mis clases. Quería que yo leyera una novela que había escrito su hijo (ya muerto) a principios de la década de 1960. ¿Y por qué iba a querer yo hacer tal cosa?, le pregunté. Porque es una gran novela, me contestó ella”. La buena señora fue tenaz y le dejó el manuscrito, una copia a papel carbón apenas legible.
El protagonista Ignatius Reilly es un obeso delirante con algo de Gargantúa y Oliver Hardy, el del Gordo y el Flaco. Le pasan cosas absurdas, insólitas, y por momentos el libro hasta puede dar mal estómago. Es el reverso del héroe norteamericano. Es el reverso de todo lo norteamericano for export y sin embargo es un habitante de Nueva Orleans. Una ciudad que aparece allí con su lenguaje, sus callecitas, su música, su aire latinoamericano.
De pronto, el profesor universitario Walker Percy se da cuenta de algo terrible. Esa pobre mujer triste e insistente tenía razón. Estaba frente a una gran obra: “Pero nada podemos hacer salvo procurar que al fin esta tragicomedia humana, tumultuosa y gargantuesca pueda llegar a un mundo de lectores” finaliza en el prólogo del libro.
John Kennedy Toole, su autor, ya no estaba vivo para gozar del éxito de lectores y de la crítica especializada. Había nacido en Nueva Orleans en 1937 y murió en 1969. Era un joven de 32 años cuando se suicidó descorazonado porque ningún editor quería publicar su novela.
Después del rescate de este profesor universitario la obra se hizo acreedora del premio Pulitzer y en Francia fue premiada como “la mejor novela en lengua extranjera”.
Por esos escasos milagros que a veces suceden se pusieron de acuerdo los lectores bohemios y under, los críticos especializados de las universidades, los periodistas de las secciones culturales, y los lectores a secas. Aún así, John Kennedy Toole resulta inquietante y algo colateral. No aparece casi en diccionarios de literatura o enciclopédicos, no se lo encuentra fácilmente en librerías. Su otra novela, “Biblia de neón” está agotada y es también considerada unánimemente una obra maestra.
Toole se parece a Roberto Arlt, cuya lectura le parece a uno como pegadas a ciertas mudas y graves responsabilidades. Optar por su estética por Ricardo Güiraldes; ambos publicaron el mismo año, 1924.
Ignatius Reilly resulta siempre un pecado borroso de la adolescencia, un personaje de historieta, y por eso mismo objeto de culto. Tan necesario para uno como el recuerdo de “La pequeña Lulú”, las imágenes de “Gargantúa y Pantagruel” o “Nippur de Lagash”. Pero con cada lectura, él revive y agrega nuevos saberes, perfectas revelaciones sobre la maravilla oculta de la Literatura. La limpieza de los diálogos, la exactitud brutal y ascética de las descripciones, la poderosa estructura narrativa, la convierten en una obra inolvidable. Es de editorial Anagrama la otra novela de John Kennedy Toole, “Biblia de neón”.
“La conjura de los necios” salió publicada con el epígrafe de Jonathan Swift elegido por su autor. Tuvo razón en su caso. Respondió a esa fábula popular, improbable, según la cual existen genios olvidados y de que los necios, en una lógica conspirativa perfecta, conjuran contra él.