Hace casi 120 años que Entre Ríos celebra a sus árboles. Fue por una ley de 1901 que se declaró al 28 de julio como el Día del Árbol Entrerriano. De igual manera, el temprano gesto no evitó la felonía mundanal que llevó al educador y periodista Elio C. Leyes a acuñar la palabra “arboricidio”. El arboricidio que combatió, acompañado por Juan Manuel Jozami primero, por la recordada María Lourdes Cura, luego. “Los espinillos, los algarrobos, los chañares, no han sido respetados sólo en ese lugar: un poco más acá, a la orilla del “cañón”, tres algarrobos enormes ofrecen su protección como una casa”, celebró Juan L. Ortiz cuando el movimiento de escritores cerró filas para que las especies autóctonas tuvieran también lugar en nuestro más bello paseo.
Revista Contexto
La literatura fue un refugio de resistencia ante el avance sobre la vida de los árboles. Ahí está todo lo que dejaron Juan L. Ortiz, Amaro Villanueva, Carlos Álvarez, más acá en el tiempo, que nos mostró el camino de la Encina, cuando Paraná recuperaba la paz democrática, luego de que la dictadura matara no sólo árboles.
¿Quién es capaz de decir que ciencia y letras, conocimiento científico y literatura se repelen en un maridaje imposible al momento de defender la vida vegetal? Queda también, ahí, en las bibliotecas “El tempe argentino”, libro con el que Marcos Sastre logró enhebrar conocimientos y narrativa, para conocer y, claro, defender el Delta.
Queda ahí, aquí, entre nosotros, el conocimiento y la pasión de Juan de Dios Muñoz.
Por eso resulta de buen tino que un organismo estatal, como el Ministerio de Producción, haya recordado este 28 de julio el Día del Árbol con lo que Juanele le escribió al espinillo.
El poeta que deslumbró a éste y otros rincones del planeta con sus escritos y sus sentimientos, salió en defensa del árbol entrerriano justo cuando el paisajista Carlos Thays nos proponía una sinfonía de especies exóticas. Una sinfonía que también le gustó a Juanele. Sólo que reclamaba un espacio para el árbol entrerriano.
Mientras el mundo se debatía en el hambre de la gran depresión de la tercera década del siglo pasado, Entre Ríos mostraba su vitalidad con el trabajo de Thays y las sugerencias de Ortiz y Villanueva. Y también con la construcción del bello parque entre barrancas que renacía, con su nuevo rostro, en medio de una de las crisis más brutales que atravesó el capitalismo dejando lo que deja a su paso cuando las cosas se desmadran en un sinfín de ambiciones: hambre, miseria y desesperación.
La vitalidad de Paraná estuvo en ver que una salida, que más tarde llamaríamos keynesiana, lograría dar trabajo a las familias más necesitas y legarnos, a la vez, un bellísimo parque que mira al río.
Y en esa provincia, el poeta nos da su sugerencia, cargada de qué sino de poesía.
“Ya es mucho que en una noche de verano, con luna, encontremos allí, y solamente allí, algo de esa “féerie” que conocimos en el monte nativo. ¡Ah, los espinillos y los chañares y los algarrobos filtran de una manera tan especial la luna!”.
Lo que sigue es una joyita hallada en el archivo. Una nota que Juan Laurentino Ortiz escribió en El Diario de Paraná sólo para hacer oír las voces de los árboles entrerrianos. No hay mucho que se pueda agregar (no hay nada que se pueda agregar) si el que habla es Juan L. Ortiz. como lo hizo en esta nota de 1930, que reproducimos a continuación, en este Día del Árbol de 2020.
Los espinillos, chañares y algarrobos de nuestro parque
Todos saben que los parques deben tener cierto carácter y que ese carácter tiene parte importante de la flora de la región o del lugar.
Se nos ha informado que cuando se ampliaba nuestro más hermoso paseo, tal condición estuvo amenazada de olvidarse y que ello se evitó gracias a la campaña de El Diario, gracias a la atenta y ágil pluma de Amaro Villanueva.
A éste le deberíamos, pues, el que nuestra ribera al ser como cincelada por allí con un evidente estilo italiano, muy bello, por otra parte, y muy respetuoso y flexible, conserve ese rincón de espinillos, de chañares, de algarrobillos, de talas, que es el encanto de quienes buscan aquel carácter en una expresión más tiernas y simpáticas.
Hay, sin embargo, para nosotros, algo más hondo que tal búsqueda, y que la necesidad de continuar, en la misma zona urbana o apenas ésta traspuesta, la relación con las criaturas silenciosas y celosas -no ásperas- en que nuestro campo parece haber adquirido fisonomía; es la necesidad de sentir a éste en lo que todavía le sobrevive; es la necesidad de recordarlo cuando descendía, todo misterioso y denso, hasta mirarse en nuestros ríos…
Villanueva defendió así, con éxito, no sólo el rostro visible de nuestro paisaje, sino que también, en cierto modo, nos defendió a nosotros mismos en cuanto a aquella relación, muy sutil y muy profunda, nos había casi identificado con dichas criaturas. Alguien bordará, si no lo ha hecho ya, curiosas cosas sobre las analogías delicadísimas que es dable observar entre los árboles de una región y la psicología de sus habitantes.
El intercambio amistoso y amoroso con los espinillos, con los chañares, con los algarrobillos, con los talas, ha podido, por lo tanto, proseguirse, con en las condiciones que lo permite suponer un paseo de tal índole. Ya es algo, si no mucho. Ya es mucho, en efecto, que desde fines de agosto o principio de septiembre podamos sentir el hálito de la primavera no bien descendamos una de las escaleras que llevan hacia el “cañón”. Ese hálito dorado y dulcemente penetrante que todos conocemos y llevamos en el fondo de nuestros más lejanos recuerdos del despertar campesino. Es casi el primer signo allí del renacimiento de la naturaleza, sin olvidar el llamado de la paloma.
Ya es mucha la armonía azul y oro que nos sorprende en una mañana transparente de esa estación si alzamos los ojos hacia la izquierda desde el nacimiento de la “Cuesta de Izaguirre”. Armonía a la que habría que agregar el verde constelado de las barrancas.
Ya es mucho si en una mañana tibia y gris podemos contemplar desde ese montecito tan deliciosamente ubicado en una especie de balcón los finos matices del río que se pliega con una pereza infinita al paso de alguna embarcación.
Ya es mucho que en una noche de verano, con luna, encontremos allí, y solamente allí, algo de esa “féerie” que conocimos en el monte nativo. ¡Ah, los espinillos y los chañares y los algarrobos filtran de una manera tan especial la luna! Algo, muy poca cosa, es cierto, porque la iluminación de abajo lo echa casi todo a perder. Las apacibles apariciones lunares, pueden, sin embargo, recordar dichas “féeries”.
Ya es mucho que en otra noche cálida encontremos allí, y solamente allí, el alivio de una sombra que sentimos llena de presencias amigas, antiguamente amigas y queridas, apenas atravesadas por las miradas celestes. Siempre, claro, con el fastidio de esas luces que nos quitan el río aunque dan a un vapor iluminado que llega, la apariencia de flotar en la orilla de la sombra cósmica.
Pero los espinillos, los algarrobos, los chañares, no han sido respetados sólo en ese lugar: un poco más acá, a la orilla del “cañón”, tres algarrobos enormes ofrecen su protección como una casa. Y del lado opuesto, otros tantos, no menos grandes, nos acogen con igual gentileza al final de un ligero grupo de jóvenes chañares. Queríamos, entonces, comprender a todos los árboles de ambos lados del zanjón. Todos ellos participan en esa nota que da personalidad, una personalidad criolla, diría el mismo Villanueva, a un aspecto de nuestro parque que nos toca especialmente.
Juan L. Ortiz
N. de la R: La foto que acompaña la nota es del Archivo Biblioteca de Entre Ríos, difundida recientemente por «Fotos de Juanele», en Facebook.